Semana Santa

A ese no, a Barrabás

  • El desfile de señorías a los pies de los tronos nos recuerda que la Semana Santa también es una cuestión de poder político

  • Pero cabe ser más elegante

Dos nazarenas se preparan para la procesión de Fusionadas junto a la iglesia de San Juan.

Dos nazarenas se preparan para la procesión de Fusionadas junto a la iglesia de San Juan. / fotografías: javier albiñana

La biografía de Samuel Beckett incluye un episodio jugoso que da buena cuenta del carácter estoico del escritor. Un buen día, un amigo del autor irlandés, novelista para más señas, decidió invitar al Premio Nobel al que habría de ser su primer partido de béisbol. Para entonces, Beckett ya era un genio consagrado y también un hombre de avanzada edad, pero sus achaques inevitables (en su juventud había sido jugador de críquet y conservaba aún su porte atlético) no le impidieron aceptar la oferta. De modo que fueron los dos escritores al partido y, cuando ya llevaba aquello seis horas y no parecía precisamente a punto de terminar, el más joven, consciente del esfuerzo que estaba haciendo Samuel Beckett para aguantar el tirón, y al comprobar su gesto fatigado, le hizo un comentario tal que así: "Sam, si estás muy cansado podemos irnos cuando quieras". Beckett respondió con otra pregunta: "¿Ha terminado el partido?" Ante la respuesta negativa de su acompañante, Beckett respondió: "Pues entonces nos quedaremos hasta que termine". De esperar sabía un montón, claro, el autor de Esperando a Godot; y recordé ayer esta anécdota en la Alameda, al comienzo del recorrido oficial, cuando, al paso de Fusionadas, un señor francés de porte pulcro y aspecto relamido se negaba a abandonar su puesto mientras su mujer y su hija adolescente le rogaban por favor que se marcharan a otra parte. Mi francés precario me permitió comprender esta sentencia en boca del presunto: "Todavía no ha terminado". Y no, no terminaría hasta bien entrada la madrugada, cuando la Expiración clausurara el sprint procesional en el recorrido oficial. Pero ya se sabe que, en gran medida, la Semana Santa es una cuestión de esperar. Si no, que le pregunten a la oronda señora que a eso de las tres y media de la tarde se había atrincherado ya en la calle Especerías sentada en un frágil taburete playero con tres churumbeles colgados encima y pipas como frenar el Desembarco de Normandía. No se movería de allí ni un milímetro hasta que el Cristo de la Exaltación la recompensara personalmente por su admirable abnegación.

Mientras tanto, en el interior de la iglesia de San Juan, la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, que también acudió a la salida de La Paloma, aguardaba el comienzo del desfile de Fusionadas (donde Juan Manuel Moreno Bonilla ejerció de hombre de trono) e intercambiaba impresiones con el portavoz municipal de Ciudadanos Juan Cassá, lo que por otra parte no tenía mucho mérito: lo verdaderamente difícil es no toparse con Juan Cassá en una procesión. Es curioso el modo en que el afán presencial de Cassá ha suscitado en los últimos días un debate sobre la conveniencia de que los líderes políticos e instituciones adquieran un protagonismo cantado a costa de los toques de campana; es curioso, sí, porque este protagonismo es una realidad consolidada y plenamente aceptada en la medida en que la Semana Santa es, también, una cuestión de poder político. Ayer mismo hubo tres ministros en Málaga: Juan Ignacio Zoido, que recibió la Medalla de Honor de El Rico y la de La Expiración; María Dolores de Cospedal, que también estuvo en la salida de Fusionadas junto al Cristo de Ánimas de Ciegos y la Brigada Paracaidista; y, claro, Rafael Catalá en el acto de liberación del preso a cargo de Jesús El Rico. Además, como es bien sabido, la procesión de La Paloma (que tuvo también ayer su poderosa cuota de protagonismo con la puesta de largo del flamante nuevo trono de la Dolorosa) cuenta siempre con una abultada representación institucional. Quizá la diferencia, tal y como comentaban dos pensionistas con aspecto de no tener rivales en el dominó junto a la iglesia de San Juan justo cuando Cassá hizo fugaz acto de presencia para entrar en el templo (y mientras sus respectivas parientas discutían sobre el futuro inmediato de Carles Puigdemont: cualquier momento es bueno para la tertulia política hasta que salga el primer Cristo a la calle), provenga de la sospecha de que la Semana Santa pueda ser empleada como mecanismo de promoción personal. En una manifestación donde el gobernante tiene garantizados sus escaparates, los límites y matices son harto delicados; pero, si de esto se trata, no resulta muy elegante que digamos promover una mayor inversión pública en las cofradías para disfrutar luego de una determinada proyección (no pequeña, que digamos: hablamos de la Semana Santa de Málaga) a cuenta de los tronos, principalmente porque el dinero público no es ni de los políticos ni de las cofradías, sino de todo el mundo. Y, si hacemos caso a Ralph Waldo Emerson, los modales y la elegancia son los primeros pregoneros del compromiso ético. Dado que las procesiones entrañan una actividad pública, tienen todo el derecho del mundo a percibir la inversión más justa y consecuente en este sentido; pero harían bien los cofrades en preservar su independencia con más vehemencia para que su sentido no quede desdibujado. Lo malo de que nos pongan precio, y en Málaga cunden los ejemplos, es que pueden venir a comprarnos. Aunque, eso sí, cuando Nuestro Padre Jesús de Azotes y Columna se perdía entre tantos ilustres de todos los signos por Félix Sáenz con su sobrecogedora humildad, como si el pueblo que lo rodeaba sin fisuras expresase de manera unánime su preferencia por Barrabás, todo parecía tener sentido.

Pero no crean, al final la Semana Santa es de eso que llaman gente: de la madre que se empeñaba ayer en Carretería en mantener intacto el dobladillo de su pequeño heredero en la procesión de La Paloma, pero mira cómo lo vas arrastrando todo, mientras el chaval, sofocado, pedía agua a pesar del riesgo de que le entraran ganas de hacer pipí; del gitano que vendía latas de Skol en el puente de la Aurora a la vez que iba cantando por Bambino, como el tronío que las bandas armaban a lo lejos no fuese con él; de los turistas que asistían alucinados a la llegada de los Paracaidistas a la calle San Juan, en una portentosa exhibición de poderío registrada cuidadosamente en los iPhones; del hombre solitario, silente, entrado en años, con expresión malhumorada y comportamiento huraño que, de manera inexplicable, vertía una lágrima a la salida de la Sangre en Dos Aceras, con alguien seguramente clavado a fuego en la memoria; de los hermanos salesianos que celebraban el estreno de su casa hermandad con emoción contenida y un admirable recogimiento piadoso, demostrando de paso que la apertura de caminos a la espiritualidad en el fulgor primaveral de la Semana Santa es posible; de la familia que acudía en pleno al paso de El Rico por Alcazabilla vestida de domingo, persignada al unísono, solemne con vocación marmórea, vecinos ejemplares, buenos cristianos y contribuyentes modélicos; del cani que iba vendiendo globos de princesas Disney por Carretería con cara de imaginar todos y cada uno de los lugares en los que habría preferido estar; de la pareja que se daba el lote en el Muro de San Julián mientras Fusionadas inundaba de sensaciones la calle Nosquera; y del tipo tatuado que parecía salido de una novela de Ray Bradbury y que iba por Segalerva en su motillo a todo trapo, con sus dos chiquillos descalzos y sin casco, acoplados de cualquier manera, para no llegar tarde a la salida de Salesianos. Mientras todo este océano de contrastes se diluía en miles de miradas hacia la madrugada, el sayón Berruguita, verdadero protagonista del Miércoles Santo le pese a quien le pese, iba tirando del Jesús preso con la misma cara de mala uva, ésa por la que es un personaje tan reconocible, tan de siempre, uno más en una Plaza del Carbón en la que no cabía un alfiler. Y a esperar, de nuevo, el alba.

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