Lunes Santo

Escenarios para el gran teatro

  • La Semana Santa de Málaga tiene en jornadas como la de ayer la más viva demostración de su genética barroca: una enorme tragicomedia en la que, de la Trinidad a la Cruz Verde, cada uno representa su papel

RESULTA cada año más difícil desligar la Semana Santa de su función urbanística, pero aquí se encuentra, tal vez, uno de sus valores más notables. La Málaga que se cree tan moderna y pujante juega a la gallinita ciega cambiándolo todo de sitio, prometiendo rascacielos a la primera de cambio, dejando que los edificios más antiguos caigan por su propio peso después de décadas de ruina, planificando la evolución de un centro histórico que no termina de encontrar su sitio, cambiándolo todo, en suma, para que todo siga igual; pero las procesiones se celebran, año tras año, exactamente en los mismos sitios, con una determinación incorruptible. Como si en futuro muy lejano, cuando de Málaga no quede piedra sobre piedra, culminadas ya todas las catástrofes climáticas que se avecinan, María Santísima de la O continuara saliendo de la calle Frailes cada Lunes Santo, en busca de Mariblanca, mecida por olas de carne y hueso. Mientras tanto, al Señor de la Pasión parece darle igual que en el Hoyo de Esparteros construyan un hotel de diez plantas: dejadme libre la Plaza de Arriola para morir una vez más y que el resto del mundo arda en sus brasas si le apetece. Aunque habrá quien considere que la Virgen de Dolores del Puente preferirá seguir oteando La Mundial en su sitio cuando atraviese el Puente de la Esperanza en los años venideros. Así, en la permanencia reivindicada como identidad, Málaga se reivindica también a sí misma, y se encuentra prendida, reconocible, ufana, doméstica. Con la seguridad de que sus Cristos y sus Vírgenes seguirán estando cuando ya no estén los malagueños que hoy los aclaman ; que serán sus nietos los que continúen los vítores; y en cada marcha, en cada cirio, Málaga seguirá siendo la misma. O soñando serlo.

Así, como contenedora de las esencias perdurables de una ciudad que parece empeñada en cambiar de piel de una estación a otra, la Semana Santa asume con naturalidad otro milagro: aquél por el que se hace visible lo invisible. Pocos rincones de Málaga han sido tan denostados, apartados, excluidos en la distribución de los servicios más elementales y condenados al olvido como la Trinidad. Y sin embargo, ayer, en la salida de Jesús Cautivo, toda Málaga tenía puestos sus ojos en el barrio, en una ocasión que, ya sabemos, sólo se repite cada Lunes Santo. Allí latía la ciudad, rendida en la plaza que toma su nombre del titular, disuelta en vivas y piropos a la Dolorosa, apretada, dispuesta a no perder ni un segundo de vista a aquel Mesías que avanzaba sereno hacia la muerte, caída ya la noche, entre solares entregados al gobierno de los gatos, aceras sucias y castigadas por la tiranía de los automóviles, corrales donde sobreviven las familias más castigadas por el desempleo, saetas que parecen sonar durante todo el año, dónde, dónde está el corazón de Málaga. Por eso, cuando ya la tarde se resolvía en sombras, lo mejor era desplazarse hasta la calle Carril y dejarse conquistar por su estrechura, mirar a los ojos a los vecinos que habían sacado las sillas y butacas de sus casas para defender la integridad de sus territorios, milenarias mujeres en bata y roete proclives tanto a la carcajada como a la lágrima tonta, hombres de piel quemada cuyo trajín ha multiplicado la edad en sus rostros, niños descalzos que imitan el fragor de los tambores: mira, Málaga, parecía decir ayer, ésta es la ciudad que has olvidado, la que dejaste de lado, la misma que destruiste en La Coracha y tantos otros lugares que ya nadie recuerda. Y las voces se erguían para llamar guapo al Cristo, mientras el mar de nazarenos blancos se hacía río en las callejuelas. Llegada la procesión a la calle Mármoles, y cruzado el Puente de la Aurora como si de una frontera se tratase, el Cautivo salía de su barrio; más aún, llegaba a otro país, otro planeta, un territorio ajeno a todo lo que ocurre de la Plaza de San Pablo para adentro. Pero la Trinidad esperaría al Señor de Málaga a su regreso, hasta bien entrada la madrugada, cuando ya apenas faltaran dos ratos para el alba que anunciaría el martes. Como un hijo pródigo que vuelve a la casa en cuya existencia apenas repara el resto de la urbe.

Similares alcances tienen Crucifixión y Gitanos en el entorno de la Cruz Verde. La presencia del Cristo de la Crucifixión en la calle Los Negros ejerce un poder renovador, atávico, casi revulsivo: hasta aquí, donde la ciudad parece renunciar a ser tal, donde no se producen promesas electorales ni signos de renovación, llegaron ayer no sólo malagueños incondicionales de la Pasión, también visitantes de diversos orígenes y nacionalidades. Una pandilla de turistas británicos, cuarentones de piel enrojecida como langostinos abrasados que parecían agradecer el tibio nublado que adquirió el cielo, se esmeraban en tomar fotografías a diestro y siniestro, Dios sabía para qué tostón de álbum, mientras los balcones de la vía se llenaban de jóvenes madres vestidas en chándal y canijos e inquietos rapaces, hábiles, como demostraron, para encaramarse a las rejas y vislumbrar la procesión desde inmejorables atalayas. Pero bastaba cruzar la acera para llegar a Cobertizo del Conde y encontrar aquí más solares, más edificios en ruina, más muros pintados, más azulejos adheridos aún a los restos de los bloques que fueron, más aceras llenas de residuos, más gatos que se relamían mientras resonaba la marcha Maestro desde la Cruz Verde. Esta parte de la ciudad jamás promocionada, invisible a los ojos incluso de muchos malagueños, prohibida en catálogos y guías por más que se localice a un tiro de piedra de la Plaza de la Merced, parecía ayer invadida por el goteo incontable de quienes la aprovechaban como atajo para acercarse a la salida de gitanos, en la calle Frailes. Y allí, entre puestos de golosinas, más turistas asombrados, la chiquillería desbordada y los gitanos que se apresuraban a ubicarse cerquita María de la O, el Señor de la Columna salía a la calle e invocaba la atención del mundo al son de la Marcha Real, aquí, aquí está Málaga. Dicen que Miguel de los Reyes sigue acudiendo cada Lunes Santo, y que su voz es, todavía, la que con más vehemencia saluda al Cristo. Y no resultaría extraño en esta Semana Santa que parece dar su espacio a vivos y muertos.

Y al final, ¿para qué sirve toda esta presencia de Málaga revelada bajo los tronos? ¿Qué necesidad hay de volver a mirar a la ciudad vetusta, la que no cuenta para casi nadie el resto del año? La razón es decisiva: durante estos días, los barrios de Málaga, y precisamente con mayor énfasis los más degradados, constituyen en su conjunto un escenario donde no sólo se representa la Pasión y Muerte de Cristo: también el trasiego cotidiano en el cada uno, tal y como sucedía en las plazas del Barroco, interpreta su papel en este gran teatro del mundo llamado Málaga. Tuvo ayer su protagonismo la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, que durante la mañana visitó al Cautivo y a Mena, acompañada por Antonio Banderas, y por la tarde ofició la salida de Estudiantes y de nuevo el Cautivo (buen plan para celebrar el Día de la República); pero también tuvieron papeles destacados los anónimos que miraban desde bordillos y ventanas, pendientes del Málaga. Acólitos todos del mismo rito, poderoso y humano.

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