Semana Santa

Mi nombre es Legión

  • Miles de personas asisten al traslado del Cristo de la Buena Muerte. Entre los presentes se encontraba el actor y pregonero de la Semana Santa de este año, Antonio Banderas

NI el viento, ni la lluvia ni la tempestad pueden aspirar a restar un ápice del vínculo que une a Málaga con la Legión. La jornada de ayer fue una vez más víctima de la lluvia, que esta vez sí cayó con contundencia, y sólo el Cristo de Mena decidió salir en procesión, de manera que no hubo más Semana Santa posible que la del Novio de la muerte. Pero ya el desembarco de la mañana y el posterior traslado del Cristo convocaron a miles de personas desde el Puerto hasta la iglesia de Santo Domingo, a pesar de la hora larga de retraso respecto a otros años, a pesar de que el cielo cubierto amenazaba con romperse en agua en cualquier instante. Había que ver las aceras de la Avenida de Andalucía convertidas en dos ríos de gente, desde la Alameda y desde el Puente de las Américas, que confluían en El Perchel en busca de la explanada de Fray Alonso de Santo Tomás. En las esquinas el espectáculo era el de costumbre, veteranos incondicionales con la lágrima a punto, pequeñajos que emulaban a sus héroes con tambores de juguete y la barbilla mirando al cielo, padres de familia vestidos de domingo, turistas con sus cámaras de fotos, quinquis de tatuaje en ristre y ganas de partirle la cara al más pintado, yolis que no dejaban en paz sus teléfonos móviles, jubilados con el paraguas bien controlado por si acaso, hinchas del Madrid que lucían el orgullo en su camiseta y otras deliciosas criaturas dispuestas a no perder detalle. El esperado desembarco se produjo al mediodía y provocó el primer éxtasis ya en el Puerto, con largos aplausos, vivas espontáneos y efusivas demostraciones de afiliación, por mucho que este año el cortejo haya sido bastante más reducido que en ocasiones anteriores y ni siquiera haya desfilado el preceptivo rumiante. No importó. A lo largo del trayecto no quedó un hueco libre. Muchos habían custodiado su sitio desde bien temprano. Una señora lo explicó a la perfección en la mismísima calle Cerezuela: "Tantas horas aquí esperando y luego pasan en un minuto". La marcha ligera no dejaba lugar a engaño: los legionarios completaron el recorrido matinal como una exhalación. "Visto y no visto", remató el esposo de la anterior. Pero valía la pena. La Legión siempre vale la pena. Cada maniobra, cada cabriola, cada giro, cada mano puesta en el fusil era aplaudida como la más hermosa obra de arte jamás expuesta. Luego, ya en Santo Domingo, el traslado siguió la liturgia correspondiente con el abrazo de los flashes y de todos los que se habían garantizado un puesto en la plaza. En el Hotel NH no había ventana sin su correspondiente cabeza. Como si el mundo entero hubiera decidido dirigir su mirada a este rincón del Mediterráneo que celebraba así la llegada de sus libertadores. Los cantos corrieron entre las filas como la sangre en los corazones; Antonio Banderas, pregonero de esta Semana Santa malagueña, entonaba El novio de la muerte desde la comitiva de autoridades que presidió el acto y en algunos rostros el silencio se revelaba igual de expresivo. Y en esta exultación de poderío militar Málaga se reencontró con su tradición. Si Alberto Ruiz Gallardón afirma que Málaga es la ciudad más moderna de España, el contraste es entonces abismal: seguramente no hay nada moderno en una población movilizada a la sombra de un grupo de hombres armados manipulando la talla de un Cristo, pero esta urbe parece felicitarse en sus contradicciones. ¿Cómo se explica semejante fervor irracional? ¿De dónde brota un anacronismo de tal tamaño? ¿Qué hermenéutica, qué tautología habría que poner sobre la mesa para dilucidar este fenómeno? ¿Acaso es Málaga una ciudad belicista, castrense, proclive a lo militar? ¿No se situaría más bien, por su historia y su milenario gusto en ser conquistada, en las antípodas de todo ello? ¿Tal vez habría que hacer caso a Nietzsche y relacionarlo con lo que él llamó la voluntad de poder, que al fin y al cabo, según el criterio dionisíaco, no es más que el deseo de hacer aquello a lo que realmente se aspira sin rendir cuentas a nadie? ¿Es Málaga más libre por querer así a la Legión? Seguramente. Esta ciudad se crece en sus paradojas, en sus taras. Pero esto define a los genios.

El único desfile

De cualquier forma, más allá del desembarco de la Legión, la protagonista del Jueves Santo volvió a  ser la lluvia. El chaparrón de la tarde, abundante e indiscutible, ejerció de revulsivo y Santa Cruz, Cena, Viñeros, Misericordia, Zamarrilla y Esperanza optaron por no procesionar. Mena sí anunció que lo haría (en una decisión que a muchos resultó incomprensible, dado el evidente riesgo de lluvia) con un trayecto reducido a cuatro horas y muchas prisas de por medio. El Perchel se quedó así sin uno de sus días más esperados: el desconsuelo en la parroquia del Carmen se podía cortar con un cuchillo mientras las lágrimas corrían en torno al Chiquito; en el hermoso enclave de Zamarrilla, percheleros y trinitarios compartían aflicción y procuraban repartir ánimos entre nazarenos y hombres de trono. La Esperanza fue la última en acordar la suspensión y en su sede se vivieron estampas similares, aunque quien quiso pudo consolarse con los murales de Eugenio Chicano. El asombroso conjunto escultórico de la Sagrada Cena se quedó en su sede, igual que  Santa Cruz (en San Felipe Neri la frustración no distinguió entre edades ni condiciones) y Viñeros. Todos los templos permanecieron abiertos para que los malagueños y turistas pudieran admirar las imágenes, con estrenos y novedades (algunos muy esperados) que se quedaron definitivamente sin salir a la calle. De manera que el Cristo de Mena fue el único que se puso al amparo de la noche, custodiado por sus legionarios, mientras que la Virgen de la Soledad pudo lucir su nuevo manto, una verdadera obra de arte de Jesús Castellanos que ganó la admiración de propios y extraños. El efecto que tuvo el anuncio de la procesión fue demoledor: si a las 19:00 todas las sillas de la Alameda y la calle Larios, así como la Tribuna de la Plaza de la Constitución, estaban absolutamente desiertas, una hora después acogían a una representación nada desdeñable de la ciudad, ansiosa por apurar la única oportunidad que le iba a ser brindada en el Jueves Santo. La llegada a la calle Larios fue espectacular, igual que el desfile por la Plaza Uncibay, donde nadie podría haber dicho, de no saber las circunstancias, que aquélla era una Semana Santa de servicios mínimos. El Cristo de la Buena Muerte se reencontró con los suyos, con menos espacio y menos horas pero iguales dosis de emoción. Y el tiempo, que tiene la virtud de detenerse cuando lo inexplicable sucede, se quedó clavado en Carretería como si el mismo Dios hubiera atendido a la escena. La lluvia llamaba a la puerta y de hecho llegaron a caer algunas gotas como una visita desagradable, pero fueron más las estrellas.

En cuanto a lo perdido

Pretender cuantificar lo perdido en esta Semana Santa por la lluvia es una tarea imposible. No sólo en lo económico (había quien decía que la lluvia de ayer correspondía a las lágrimas de Dios, pero más debieron llorar algunos hosteleros) o lo cultural, también en esa parte recóndita del ser humano que no obedece más que a sí misma y que se recrea en la tradición como un bálsamo. Los gritos exclamados ayer contra la ministra Carmen Chacón a la llegada de la procesión del Cristo de Mena en la calle Larios obedecen a esa naturaleza indómita que se queda maltrecha cuando un trono decide no salir a la calle, pero quien pretenda hacer aquí distinciones entre izquierdas y derechas terminará con alguna sorpresa en el cuerpo. Sin embargo, aunque inevitablemente estas crónicas queden revestidas de un tono más gris, también la ausencia, lo que no sucede, forma parte de la Semana Santa, la enaltece y le da sentido. Como el endemoniado del Evangelio, Málaga tuvo ayer por nombre Legión, y acaso no tuvo más remedio, sólo los efectivos armados se atrevieron a sacar a sus santos de los templos, por mucho que se pusiera en riesgo un patrimonio incalculable. Las miradas de muchos niños al paso de la Legión revelaban una inquietud más próxima a la mansedumbre que a la admiración, como si ya supieran que toda aquella parafernalia de pasos firmes, verdes uniformes y cánticos masculinos entonados a la mayor gloria de la hegemonía patria forman parte de un mundo que ya se acaba, que ya no tiene sentido, por mucho que cada año la reciban cientos de miles apiñados en los bordillos. Hasta lo perdido sueña con ser recuperado.  

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