Domingo de Ramos

La primavera consagrada

  • La Pollinica abrió una jornada de plenitud primaveral y regusto familiar, en la que el contraste entre lo frívolo y lo sagrado ejerció su poderío del Perchel a Capuchinos, de San Felipe a la Trinidad.

LA jornada del Domingo de Ramos de ayer tuvo mucho de desquite. Habrá quien no lo recuerde, pero el año pasado el mal tiempo empañó la cita para pesadumbre de muchos. Así que la primaveral disposición del día de ayer sirvió para que las muchedumbres lucieran sus hojas de palma y sus ramas de olivo con alegría, sin miedo a las nubes, en esa fabulosa síntesis de piedad contrarreformista y paganismo primario que es la Semana Santa de Málaga. Las ocho procesiones convocadas regaron así de hermosos contrastes todos los caminos que podían ser recorridos del Perchel a Capuchinos, de San Felipe Neri a la Trinidad, con ocasiones de aniversario (como la de Salutación, en el cuarto siglo de la talla de su Nazareno) y la ya imprescindible presencia de Antonio Banderas como mayordomo de Lágrimas y Favores, junto a la baronesa Carmen Thyssen. Pero si cierta canción señalaba que detrás está la gente, aquí, en la Semana Santa de Málaga, es la gente la que hace posible los milagros, la que convierte la Pasión de Cristo en un asunto fieramente humano, la que pone el sabor a las calles y el calor a los momentos, en primera línea. El Domingo de Ramos es un asunto esencialmente familiar, una ocasión de estreno, de camisa nueva, de vestido impecable, de melena planchada, de pantaloncitos cortos en piernas infantiles, de ramos sostenidos entre juguetes y avituallamientos. Y ayer volvió a serlo, en su algarabía de costumbre, con señores engominados, encorbatados y muy serios ante la salida del Prendimiento en competición por las aceras con toda suerte de quinquis tardoadolescentes de bocas abiertas y mentes asoladas por el whatsapp, ésos que lucen a sus novias, indiferentes ellas ante las malas jugadas que les hacen pasar sus tan cortas faldas, como si de mascotas amaestradas se tratasen. Desde el primer instante en que lo sagrado se planta en la calle, se mezcla irremediablemente con lo frívolo. Y es aquí donde la Semana Santa adquiere su señal inconfundible, los mayores motivos por los que uno puede amarla u odiarla.

Si al Señor de la Pollinica, relevo del flautista de Hamelin en su poder de convocatoria entre los más pequeños, le hacen la competencia durante el recorrido la colección de globos de Bob Esponja, Doraemon y Dora la exploradora, este año el verdadero pelotazo le corresponde a Pou, una especie de tamagotchi alienígena de elemental diseño que poblaba ayer no sólo globos, también tambores de imitación pasionista, gorras y hasta camisetas, distribuidas en puestos ambulantes o ya en manos de los pequeños figurantes hebreos. La salida en la calle Parras, entre solares antediluvianos y la mirada escrutadora de algunos subsaharianos dispersos, contó los escasos momentos de contención que la procesión alumbró hasta su encierro. A partir de entonces predominó el clima festivo, con las cafeterías atestadas de criaturas que engullían sus churros con chocolate para no perderse el paso del Señor por Carretería, la cohorte implacable de vendedores de refrescos y chambis, los aromas de incienso, la banda de cornetas y tambores de Santa María de la Victoria tocando Nuestro Padre Jesús de la Victoria, el Pescador de hombres entonado en la Tribuna de los Pobres, los primeros limones cascarúos, los berrinches, los afanados esposos que se esfuerzan en grabar tan estupendos vídeos a sus mujeres, los medianos penitentes que terminan desertando, mi reino por una fanta. Mientras tanto, el entorno de la Catedral se llenaba de artesanos que trenzaban las hojas de palma para hacer sus crucecitas y demás abalorios (en algunos casos con meritoria complejidad) a cambio de la voluntad. Pero a la Pollinica había que verla en el Pasillo de Santa Isabel, donde la hora del café se confundía ya con la de la cerveza y el calorcito invitaba a empapar el gaznate. La Pollinica es la mejor demostración de que Málaga también es una ciudad de animales de costumbres; y es esa costumbre la que muchos esperan cada año para seguir sintiéndose parte de la parte, o del todo.

Pero donde el Estado aconfesional y laico encuentra su verdadera piedra de toque es en la abarrotada salida de Lágrimas y Favores en San Juan, allí donde Antonio Banderas, Carmen Thyssen y el alcalde, Francisco de la Torre, entre otros garantes de la perpetuidad semanasantera, derrochan gestos de complicidad a los pies de la Virgen para delirio de fotógrafos, espontáneos y cazadores de selfies. A tan temprana hora, una pareja de treintañeros que parecía apurar el afterhours se daba el lote justo al ladito, en Calderón de la Barca, en un arrebato de exposición que el gentío restante pretendía no ver y que plantó cara a las saetas. Parecía que la nostalgia cundía dentro del templo, en el aquelarre de devoción y photocall en que se convirtieron los honores a la Dolorosa, la afirmación de que muchos, tantos, consideran aún que en esto consiste el cristianismo; pero no, la mayor dosis de melancolía vino servida en los labios de aquellos dos amantes. Y es que ayer se celebró, también, el Día Internacional del beso, otra tontería vana y efímera, por más que algunos prefieran guardar cola para besar los pies de sus titulares.

Quienes todavía crean que la Semana Santa no tiene nada que ver con la Feria, deberían haberse dado un garbeo por la Plaza Uncibay a primera hora de la tarde: comparar el enclave con un vertedero no habría sido demasiado injusto. Lo mismo que la calle Comedias tras el paso de Humildad. Los nuevos bares de tapas del centro, esas pseudofranquicias que rellenan molletes antequeranos con cantidades desbordadas de calorías, todavía estaban a rebosar de practicantes del almuerzo a la hora de la merienda. Pero ya se sabe que en Semana Santa no se lleva precisamente la abstinencia, y que el respeto a los horarios se pierde casi tanto como el que merecen los curas. Lo mejor, la verdad, era buscar sitio en Pozos Dulces para ver el paso de Salutación, una cápsula de exploración metida en las estrechas tripas de la nave nodriza. La salida de Humildad había resultado ciertamente hermosa en la Victoria, ahora sí en plena hora del almuerzo, mientras algunos bares del Compás servían los primeros caracoles de la temporada en salsa picantita y con mucho pan. El Perchel fue para el Señor Orando en el Huerto, que atravesó el Puente de la Esperanza dejando tras de sí una estampa de atardecer vocacional. La Trinidad recuperó las emociones que ya procuró el traslado del Cautivo el sábado con María Santisima de la Salud, jaleada por los suyos detrás del Cristo de la Esperanza, colmada de promesas y coronada por la banda de música de Nuestra Señora de la Paz. Y Capuchinos fue un ir y venir de gentes, niños y mayores, fervientes y curiosos, turistas que creían internarse en la jungla (una pareja de italianos preguntaba a una vecina en perfecto castellano si aquél era un barrio peligroso; "pa peligro yo", respondió la señora) con Dulce Nombre y Prendimiento. A la salida de ésta en San Millán, el sacerdote salesiano Leandro Maíllo aseguraba que "no se trata de sacar nuestras imágenes, sino de vivir lo que representan". No parecía éste ser el ánimo de la jauría. Pero la primavera quedó consagrada. Amén.

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