Opinión

Casas gitanas, casas flamencas

 “Hay personas con un gran oído musical y otras que no. Ahí existe un componente genético y, de hecho, se puede dar en familias, como ocurrió en la saga de los Bach: el más conocido fue Juan Sebastián, pero cuando se reunían todos eran más de cien músicos. Pero además de la genética, en la irrupción del artista interviene también la formación familiar, el ambiente en que se vive”. Es la opinión del Dr. Cecilio Paniagua,  psiquiatra y autor del libro Visiones de España. Reflexiones de un psicoanalista, donde dedica un capítulo a la lírica del flamenco. Estos pensamientos reflejan la base de ese fenómeno que todos conocemos en el flamenco como las “casas flamencas” –fundamentalmente gitanas- y que en los últimos tiempos no está siendo reconocido como se merece.

“De pequeño –comenta Manuel Valencia Carrasco,  Manuel de Paula- jugaba a ser cantaor”. Este artista nacido en Lebrija es uno de los testigos de ese proceso de la transmisión oral y vivencial del flamenco en el seno familiar. Y esa frase suya resume perfectamente lo que podría dar para una tesis doctoral. El profesor  José María Poveda, Catedrático de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid y autor del libro Locura y creatividad, me explicaba que “en los seis primeros años de la vida se configura el sentido del sonido y el sentido de la música. Es parecido al aprendizaje de idiomas: los idiomas que se aprendan hasta los seis años van a entrar muy fácilmente en el niño”. En definitiva, estamos hablando de ese “lo llevan en la sangre”, expresión muy común y socorrida, pero que implica, como vemos, factores tan complejos como la genética, el ambiente o el desarrollo psico-afectivo-neuronal del individuo.

Nadie en su sano juicio discute el papel de las casas flamencas  gitanas en la historia de este arte: los Pavón, los Torre, los Pinini, los Perrate, los Mairena,  los Parrilla, los Agujetas, los Pelao, los Peña, los Bacán, los Maya, los Salazar, etc., etc., etc. Solo con estas referencias –y no están todas- se podría componer una buena antología del cante, del toque y del baile flamenco. Pero en los tiempos actuales,  ese papel parece quedar relegado a un segundo plano. Se echa de menos su presencia no sólo en los congresos que se celebran sobre el flamenco, sino sobre todo en los ámbitos de decisión de las políticas que se diseñan para este arte. Y las programaciones, en general, tampoco reflejan su importancia: Madrid es un claro ejemplo. 

Los gitanos españoles están indisolublemente unidos al flamenco y, de hecho, asumen este arte como una de sus señas de identidad. Pero cada vez más voces afirman públicamente que este modelo está agotado: José Valencia, Rafael Jiménez Falo, Pepe Torres, Duquende, Jesús Méndez, Farruquito, José Gálvez, El Ingueta, Juanillorro, Jesús de Rosario, José Carpio “Mijita”, Toñi Fernández, Rubio de Pruna, Pedro Cintas, Moi de Morón, El Galli, etc. Tengo más argumentos para rebatir esa idea, pero con estos creo que es suficiente. Lo que ocurre hoy es que las modas estéticas y de marketing van por otros caminos y con demasiada frecuencia se confunde el talento con la imitación: eso sí, con una gran perfección técnica. Pero muchas veces, sin alma.  Quizá porque eso que llamamos “alma” tiene bastante que ver con la interiorización natural de los códigos musicales y estéticos desde la más tierna infancia. 

Al flamenco no le sobra ninguna aportación, todo lo contrario. Pero sí considero necesario que se haga una valoración justa del camino recorrido. El alma de un artista gana en riqueza cuando se ha impregnado no sólo de notas musicales, sino de toda esa intranet vital, ese cúmulo de observaciones, sensaciones y aprendizajes que se da en las Casas Flamencas Gitanas.  Si ellas, el flamenco que conocemos, o no existiría, o no sería igual. Quizá sea labor de todos –aficionados, medios y programadores- trabajar para que ese modelo de trasmisión con base genética, ambiental y cultural –y reconocido por la Unesco- no se devalúe todavía más.

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