Andalucía

Condenadas a regresar

  • La bienintencionada ley que regula el trabajo doméstico amenaza a empleadas inmigrantes con convertidas en 'ilegales'.

Terminó el plazo para regular el trabajo doméstico en nuestro país y no se respira entusiasmo en Yanapakuma, una de las pocas asociaciones andaluzas de mujeres inmigrantes, localizada en El Puerto de Santa María (Cádiz). La palabra yanapakuma, en quechúa, hace referencia a estar unidos. Unidas están estas mujeres, pero inquietas. Roxana, Nelva, Patricia y Shashia, tres bolivianas y una colombiana, hablan mientras sus niños corretean por el salón de la sede decorado con coloridos árboles con raíces. Ellas son, por estudios, una química, una interiorista, una contable y una diseñadora gráfica, pero en España son empleadas del hogar. Ya se han olvidado de lo que eran en su país de origen, llevan mucho tiempo aquí limpiando casas españolas y cuidando a ancianos españoles.

La primera reacción que tuvieron a la noticia sobre la nueva ley fue de euforia. Serían reconocidas como las trabajadoras que son. Tendrían asistencia sanitaria, baja médica, indemnización por despido, dos pagas extra, festivos, 30 días de vacaciones... todo, menos desempleo. La segunda reacción, la que siguió a la reacción de sus empleadores, fue de desilusión. La mayoría de ellos no haría el trámite. Y así ha sido. La diferencia de empleadas del hogar reguladas entre el pasado mes de diciembre y mayo, últimos datos actualizados por la Seguridad Social, no llega a las 3.000, se ha pasado de 31.091 personas a 33.398, es decir, de un 1,1% del PIB al 1,2%, muy lejos de lo previsto en uno de los grandes caldos de cultivo de la economía sumergida.

Diego Boza, de la Asociación Andaluza de Derechos Humanos, afirma que "la normativa tiene lagunas, dificultades de control y, además, muchas trabajadoras no consiguen que el empleador las reconozca". Y si el empleador no quiere reconocerlas, si no pueden demostrar de dónde salen sus ingresos, las empleadas del hogar inmigrantes, trabajadoras que hicieron en los años de bonanza el trabajo que las españolas no hacían, pierden su permiso de residencia.

Roxana, Nelva, Patricia y Shashia suman un montón de historias de humillación y, también, de orgullo. Orgullo de origen. "Transmitimos a nuestros hijos la devoción por los mayores, por la figura de la madre y del padre, por la educación y el respeto...". Y así son los niños que están alrededor, comedidos alborotadores, hasta que Roxana indica a la mayor que se lleve a los demás al patio de abajo y la niña obedece al instante. Siguiendo la cadena de mando, los niños desaparecen.

Es mejor que ellos no escuchen historias duras como la de la propia Roxana, a la que se le bañan los ojos de lágrimas recordando su llegada a España, un mal embarazo, un bebé que se moría dentro de su cuerpo y una casa en la urbanización Fuentebravía, de clase media-alta, donde la empleadora tenía una niña en la incubadora, luchando entre la vida y la muerte. "Pensé que eso nos uniría, vivíamos un drama parecido, ambas sufríamos por nuestros bebés, pero fue inflexible, incluso cruel. Trabajaba de ocho a seis, sin comer, y me obligaban a estar allí a la hora de la comida. Una vez sí, me dieron unos garbanzos congelados recalentados. Asocio el dolor de la pérdida de mi hija al sabor de esos horribles garbanzos. Acudí, mala, al día siguiente, a trabajar. Se lo dije, que no me encontraba bien, esos garbanzos me habían sentado fatal. Y ella me ordenó un trabajo más duro que el día anterior. No volví más, me dije que, por mucho que necesitara el dinero, tenía que preservar áreas de dignidad". Roxana se expresa con un lenguaje preciso, un uso armonioso del castellano que ya casi no se escucha en España. Y Roxana, por su experiencia, sabe que "cuanto más ricas, más miserables. En las casas de la gente obrera se entiende mejor tu situación, el trato es más cercano. Las 'grandes señoras' son terribles".

Todas ellas, las cuatro, han trabajado en buenas casas, con familias que se interesaban por sus niños, por cómo les iba la vida, pero también todas han trabajado para empleadoras con guantes blancos que iban tras ellas, ociosas, comprobando la limpieza de cada mueble y buscando fallos estúpidos en una mota de polvo, todas han visto candados en las nevera y "la apariencia", siempre "la apariencia".

Shashia, una colombiana que ya piensa en aceptar que vuelve a su país con las manos vacías, y Nelva, boliviana, con casi veinte años en España, relatan historias de otra categoría: empleadoras arruinadas, que no pagaban, que les rogaban que fueran a por alimentos a Cáritas porque a ellas les daba vergüenza, ricas empobrecidas que suplicaban que siguieran con ellas, que qué dirían las vecinas .

Patricia recuerda sus primeros días en el país de las oportunidades al que había venido, como las otras tres, enamorada de su hombre. "Yo sólo había trabajado en despachos, soy contable. Mi marido me insistió en que me viniera con él, que España era un país rico. Me resigné, no tenía permiso de residencia, no podía encontrar trabajo en lo mío, la única salida era ésta. En la primera casa que entré me sorprendí de la cantidad de productos de limpieza para cada cosa. Yo había limpiado mi casa en Bolivia, que era mucho más grande que esa porque aquí se vive en estancias muy pequeñas, y mi casa estaba limpia. Pero esto... Y me decían que no sabía limpiar. ¡Claro que no sabía limpiar! ¡Yo sabía hacer cuentas!".

Vuelven los años del miedo. Dicen que viven un déjà vu. Porque en los primeros años en España ellas fueron turistas y luego ilegales, y luego limpiadoras. "Nos intercambiábamos historias entre nosotras de a tal la han cogido sin los papeles... el miedo a la Policía era tremendo, podían deportarte". "¿Por qué no volvíais?". "Por ellos, porque nuestros maridos estaban convencidos de que en España estaba el futuro, porque pensaban que, aunque les explotaban, todo cambiaría, que viviríamos bien, como los españoles. Que nuestros hijos, algún día, serían tratados como españoles. Ahora estamos arraigadas aquí". Ahora, sus maridos están parados y ellas llevan la carga. Arraigadas pero condenadas al regreso. España no es ese país.

Roxana, que cuida desde hace años a una mujer con alzhéimer con la que se ha creado un vínculo afectivo, habla por sus compañeras y dice que, en líneas generales, los empleadores no quieren saber nada de darles de alta. "Se lo explicas: ya no puedo cotizar si no digo de dónde vienen mis ingresos, quién me emplea. Si no declara que trabajo para usted, dicen mis compañeras, perderé la tarjeta de residencia. Pero no quieren saber nada, se lavan las manos". Esta bienintencionada ley aboca a estas mujeres, después de tantos años, a regresar a la casilla de salida.

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