Andalucía

Consuegra L'enfant terrible

  • El arquitecto gana el proyecto para remodelar la sede de Exteriores de Luxemburgo tras haber culminado la rehabilitación del Palacio de San Telmo, sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía

"Los arquitectos comprometidos políticamente y profesionalmente mediocres rara vez son más eficaces a la hora de diseñar edificios de relevancia política que los agnósticos con talento". Lo afirma Deyan Sudjic, un inglés de ascendencia yugoslava, crítico del noble arte de construir edificios, en su excelente ensayo La Arquitectura del Poder (Ariel). Es cierto. A la hora de crear cualquier cosa (un edificio, una novela, un cuadro, una sinfonía, incluso un periódico) lo importante casi nunca es el sustrato ideológico, sino el sentido del oficio y la excelencia a la hora de abordar la tarea.

Guillermo Vázquez Consuegra (Sevilla, 1945) pertenece a este grupo de agnósticos con talento. Alguien capaz de hacer una obra con una extraordinaria proyección política sin creer del todo en los políticos. Porque Consuegra, si alguna fe profesa realmente, es esencialmente el credo en sí mismo. En su arquitectura. En su obra. Su trayectoria profesional, que en los últimos tiempos ha dado un evidente salto de escala tras ganar importantes encargos arquitectónicos, entre ellos la construcción del futuro Caixa Forum de la capital de Andalucía o la rehabilitación del Museo Arqueológico de Sevilla, diseñado en 1929 por Aníbal González, a quien se atribuye cierto patrón estético e inmutable de la arquitectura tradicional hispalense, ha estado marcada desde los orígenes por el rigor y la autoexigencia.

Los suyos son los principios básicos del lobo estepario. Ya saben: alguien que se exige a sí mismo por encima de la media, en ocasiones sin demasiada compasión, y que en un arriesgado pero lógico ejercicio de coherencia acostumbra a demandar idéntico esfuerzo a quienes se encuentran a su alrededor. Un actitud que suele llevar muchas veces al borde del precipicio. Que genera cierta incomprensión.

Consuegra ha estado en algunos momentos en ese punto exacto en el que, en lugar de satisfacción y reconocimiento, uno siente vértigo. ¿Por qué? Porque todo triunfo tiene su envés. Toda gloria, su reverso. Y la historia nunca es un relato perfecto.

En contra de la idea extendida por algunos de sus pares -la gente de su gremio, tan cruel como todos los demás- que, movidos en ocasiones por la envidia, o pudiera ser también que por una extraña admiración secreta, insiste en vincular sus éxitos profesionales más importantes a una hipotética cercanía con el núcleo del poder autonómico que representa el PSOE, cualquiera que lo conozca mínimamente -cosa nada fácil, por otra parte- sabe que su actitud personal frente al poder (cualquier que éste sea) no ha cambiado desde su juventud.

En su biografía hay dos hitos que ilustran su carácter. Cuando se marchó de la escuela de Arquitectura dando un portazo junto a otros compañeros contrarios al statu quo vigente. O cuando lideró el centro de estudios del Colegio de Arquitectos y convirtió esta institución, encerrada en sí misma y sin prestigio, en un referente en los debates urbanos, además de en una plataforma contra la destrucción de la Sevilla histórica. Algo que, desde entonces, no ha vuelto a repetirse.

Arbitrario y contestatario, irónico y caprichoso, Consuegra es capaz de rehabilitar el Palacio de San Telmo, sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía, batallando con la propia administración en favor del edificio, cuya reforma ha devuelto a la capital de Andalucía una de las joyas capitales para entender la historia de su arquitectura. Si el edificio se abrió al público al concluir su trabajo (antes del verano) y si vuelve a acoger visitas públicas algún día se debe más a su cabezonería que a la voluntad de la Administración andaluza, que parece haber caído en la trampa del PP de relacionar el despilfarro de la gestión autonómica con un inmueble cuya rehabilitación integral ha sido ejemplar.

Consuegra tuvo que lidiar en esta obra primero con los ataques de los conservacionistas, que reivindicaban un San Telmo que destruyó la iglesia cuando lo convirtió en seminario y que ya no existía salvo en la imaginación de algún ilustre costumbrista; y después con los usos y costumbres de la burocracia. Algo nada fácil cuando se trata de tu propio cliente. Aunque en realidad, los clientes de Consuegra son sus edificios, más que aquellos que financian sus obras. Hablamos de alguien que recupera un palacio y deja su huella en un espacio tan secundario como el aparcamiento.

Este trabajo, igual que otras obras de la modernidad sevillana, que no sólo existe, sino que es excelente, como el Pabellón de la Navegación en la Expo 92, le han dado fama de gran manitú de la arquitectura andaluza. Es cierto que su nombre infunde respeto. Pero esta evidencia no evita la incertidumbre inherente al hecho de trabajar solo: días y noches de dejarse las cejas en proyectos que no salen adelante y de acudir a convocatorias donde pierde. La alfombra del triunfo, cuando se recorre solo, está sembrada de derrotas previas. Las únicas que hacen crecer a un profesional. Quizás para ganar ciertos concursos llegado un determinado punto ayude el prestigio, la trayectoria y el azar, pero en todos estos supuestos hace falta primero contar con un sólido punto de partida: vocación de trabajo. La mejor materia prima. La única que funciona.

Vázquez Consuegra nunca ha perdido perdón por haber revelado incierto el lugar común que dice que es imposible trabajar desde tu tierra para el mundo. ¿Tendría acaso que hacerlo? La suya es una actitud anómala en una ciudad en la que con frecuencia se habla en exceso para no decir nada o para no tener que confesar lo que de verdad se piensa de ciertas cosas. Con el tiempo ha aprendido a tomar ciertas prevenciones, más por el ambiente que por su carácter. En realidad es un producto de esa Sevilla rebelde y difícil que quiebra el lugar común de las esencias locales. No es raro que eligiera el Hotel Chelsea para alojarse en su última escapada a Nueva York. Alguien que sigue su propio sendero (en un entorno muy dado a las camarillas, las tertulias y las pandillas), obstinado (en la ciudad de la adulación, tan gratuita como falsa) y consciente de que en la vida lo que cuenta es la voluntad de estilo. Ser uno mismo, incluso con sus patologías.

Su estudio ganó hace una semana el concurso para hacer el nuevo ministerio de Asuntos Exteriores de Luxemburgo. Después se fue a Suiza a dar clases. Le han dado galardones en todos sitios. Trabaja con la misma devoción en Italia que en Murcia. Incluso diseña el museo de Mahoma en la ciudad de Medina (Arabia Saudí). Estos encargos, igual que los premios que ha cosechado (el Nacional de Arquitectura por el frente marítimo de Vigo), lo mismo que su faceta como teórico (es autor de Cien edificios de Sevilla, Guía de la Arquitectura Sevillana) son fruto de la resistencia. De ser el perfecto enfant terrible. Un glorioso impertinente. No es raro: el término, dicen, se lo puso en su día Jefferson a Pierre Charles L'Enfant, el arquitecto que diseñó Washington, debido a su singular temperamento. Se ve pues que la cosa no es nueva. En Sevilla tiene un más que digno sucesor.

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