Diario de la pandemia del coronavirus: Día 14

La extraña felicidad

Un momento del mapping sobre la Giralda en homenaje  a los sanitarios que luchan contra el coronavirus.

Un momento del mapping sobre la Giralda en homenaje a los sanitarios que luchan contra el coronavirus. / Antonio Pizarro

LO  que nos mantiene es la noción de que la crisis, la pandemia, el coronavirus, es un asunto informativo. Estamos, por el momento, al otro lado de la barrera. Somos el crítico en el palco. Como muy cerca, en el callejón. ¿Saltará el morlaco y vendrá hasta nosotros hecho una fiera?, esa es la duda. Mientras tanto, asistimos a lo que ocurre en el ruedo, donde se baten otros, donde son corneados otros. Los vemos camino de la enfermería, de la que no todos salen. Y comentamos lo que ocurre. Hablamos de lo que pasa en la arena. Con conocimiento de causa y sin repajolera idea. Y hablamos de lo que sentimos y pensamos los que estamos sanos y no tenemos a nadie, a ningún ser querido contagiado ni con visos de estarlo. Y nuestra vida cotidiana, con todas las diferencias con respecto a la que llevábamos hace más o menos dos semanas, es mucho más normal que la de quienes sí han estado jugándosela y se la siguen jugando con los pitones del Covid-19 o son familiares de alguien que tiene ya la taleguilla destrozada.

A este lado, mientras se puede, tomarse esta crisis sanitaria como asunto informativo o hasta como espectáculo al que se asiste es una forma de untarse sobre la piel una crema antídoto para no desesperar. Nos impregnamos así con ella de historias dramáticas, heroicas, estrambóticas, ridículas, magnánimas y mezquinas,  bellas y feas, emocionantes, trágicas, esperanzadoras, ejemplares y deleznables –humanas todas– que les ocurren a los que están cerca o han sido cercados por el bicho, pero no a nosotros; nos saturamos de imágenes que tienen como actores principales a médicos, enfermeros, científicos, cuidadores, policías, militares, bomberos, voluntarios, funcionarios y políticos, pero no son protagonizadas por nosotros, la mayoría aún sana, que como público asiste desde su confinamiento, a través de televisión o de internet, al alarde de luminotecnia en un mapping como el de la Giralda y de otros monumentos famosos a todo lo largo y ancho del mundo, y participamos –y si no lo hacemos lo presenciamos y lo escuchamos– en el happening de los aplausos en los balcones a las ocho de la tarde y algún cante posterior de alguien que se arranca improvisadamente.

Vivimos la crisis desde una ajenidad que puede resultar censurable, pero es muy pero que muy humana. La tristeza o la pesadumbre puede durarnos lo que el telediario si no tenemos a nadie muy querido en el hospital o en una residencia de ancianos. Hacemos lo que no dejan de recomendarnos mientras cumplimos estrictamente con lo que impone el estado de alarma: una vida normal. Así que leo algo. Y en Sueños de trenes de Denis Johnson me topo con esto: “Presenciaba la extraña felicidad de que hacían gala los refugiados que habían salido del incendio con vida, y su aparente desinterés por el destino de cualquiera que quizá no lo hubiera conseguido”.

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