Andalucía

"Mi padre creía que el fin del mundo estaba tan cerca que lo iba a ver"

Miguel Delibes de Castro (Valladolid, 1947), es el mayor de los siete hijos del escritor Miguel Delibes, uno de los grandes de la literatura española de posguerra, fallecido el pasado 12 de marzo. Es un prestigioso científico que ha sido director de la Estación Biológica de Doñana entre 1988 y 1996 y es una autoridad mundial en biodiversidad.

-La primera novela de su padre, La sombra del ciprés es alargada, se la dedica a usted.

-Presumo de tener dos libros dedicados de mi padre, uno es La sombra del ciprés es alargada que es el Premio Nadal que se entregó en enero del 48 y yo nací en febrero del 47; así que tenía once meses.

-Estaba escribiendo esa novela cuando usted nació.

-Supongo que sí. Y luego hay otro, que se llama Mis amigas las truchas, que es de aventuras de pesca, que está dedicado a "mis hijos Miguel y Juan [biólogos] que fueron mis discípulos y hoy son mis maestros".

-El primer libro se lo dedica, y el último lo escribe con usted: La tierra herida, de 2005.

-En éste tuve más papel, la verdad.

-El periodista y el científico.

-Fue una idea suya y me hizo mucha ilusión. Y en sus últimos diez años de vida, fue uno de los períodos en los que estuvo más feliz.

-Años en los que casi no escribía.

-En su discurso cuando le entregaron el Premio Cervantes [1993], había dicho que sólo aspiraba a conservar la cabeza necesaria para darse cuenta de que estaba perdiendo la cabeza.

-Y en ese mismo instante, no escribir una letra más.

-Si no estaba muy seguro de lo que hacía, no escribía. Y allí dijo que no tenía ya capacidad de concentración suficiente para crear. Lo que sí hacía era reescribir muy bien las cosas que ya estaban en el papel.

-¿Cómo hicieron el libro?

-La editorial nos propuso, no sé si la palabra es un negro, que trasladara el diálogo. Pero nos negamos, muy dignos los dos. Además, nos quitaba espontaneidad; no queríamos que nadie nos oyera si decíamos barbaridades o nos insultábamos. Hablábamos y yo tomaba notas muy sucintas de todo. Luego desarrollaba la respuesta, sin tener escrita la pregunta. Y luego él editaba lo mío y redactaba con precisión su pregunta. Y eso lo hacía muy bien; justificando por qué lo preguntaba.

-Le pusieron La tierra herida, pero él prefería La venganza de la tierra.

-Fue una pequeña discusión, que se produjo una vez terminado el libro. No sabíamos cómo llamarlo. Mi padre quiso hacer lo que a los científicos no nos suele gustar de los periodistas: buscar en el titular algo muy llamativo. Y a él le parecía que La tierra herida vendía poco.

-¿Por qué no le gustaba a usted La venganza de la tierra?

-Porque me parece malo ser vengativo y no me gustaba atribuir a la tierra una voluntad de venganza. Y él respondía "pero llega mucho más a la gente; que nosotros maltratemos a la tierra y la tierra proteste, y nos maltrate a nosotros y que vengan los huracanes". Y yo contestaba que eso era una metáfora. Después se publicó un libro La venganza de la Tierra, de Lovelock. Y cuando se lo dije, me lo repitió: "ése era el título".

-¿Era más pesimista que usted?

-Mucho más pesimista. También lo da la edad. Cuando piensas que te queda poco, te vuelves más pesimista. De hecho mi padre decía a veces "hijo yo creía que el fin del mundo estaba cerca, pero me temo que lo voy a ver". Pensaba que podía ser de hoy para mañana.

-Pero en el libro le sale la vena de comunicador.

-Quería siempre ser rotundo. Y la pelea más de fondo fue con los temas de conservación de la naturaleza en sentido estricto. Decía "reconozco que es muy triste que se extingan los linces o los quebrantahuesos, pero no vas a comparar que desaparezcan unas pocas especies con el calentamiento de la tierra". Y yo le respondía, "sí, es que lo tengo que comparar, porque es mi profesión y me lo creo". Y le pedía opinión a mis hermanos...

-¿De mediadores?

-Desde que murió mi madre, nos daba a leer a alguno de los hijos todos los libros que escribía. Mi madre leía siempre y le daba su opinión. Era la referencia externa, de la gente normal. Él decía: "menos mal que me ha casado con una chica de pueblo y habéis salido normales", porque se consideraba raro.

-¿Fue un encargo de la editorial?

-No lo sé. A mí me lo propuso él. Y estuvo tan contento haciéndolo, que una hermana mía, Elisa, que es la que ha vivido con él todo el tiempo, decía entre bromas "el verano que viene tenemos que hacer otro libro, a ver si lo convenzo yo para hablar de cocina"; porque canturreaba, estaba alegre, esperaba con ilusión las páginas que le llevaba y trabajaba con ganas.

-¿Dónde lo hicieron?

-En Sedano, el pueblo de Burgos, donde pasamos todos los veranos.

-¿Su madre era de Sedano?

-Tenía parientes en Sedano e iba a pasar el verano desde Valladolid.

-Y su padre, oriundo de Molledo.

-Todos los Delibes españoles venimos de un Delibes francés, que se casó en Molledo y se instaló allí.

-Su padre publicó muchísimo.

-De joven tenía un niño cada año y decía que tenía que hacer un libro cada año. De todo lo que escribía, al final conseguía hacer libros de caza, de pesca o de viajes, además de las novelas. Ha estado escribiendo todo lo que le pasaba y a nosotros nos quiso inculcar ese espíritu.

-¿Con éxito?

-Cuando éramos niños, nos llevaba de viaje a los cuatro mayores [Miguel, Ángeles, Germán y Elisa], porque cuando fuimos siete ya no cabíamos en ningún coche. Y en aquellos viajes teníamos que hacer un diario familiar. Y cada día hacía el diario uno. Empezaba él, seguía mi madre el segundo día, yo el tercero, y al final teníamos un diario del viaje hecho por todos.

-Y cuando hace su ingreso en la Academia, su discurso versa sobre el mundo que agoniza.

-Él se consideraba poco literato, siempre presumió de ser poco intelectual y le pareció que la naturaleza era un buen tema. Trabajó una barbaridad. Lo llamaba "mi tesina". Reivindicó el pueblo, la aldea, la vida en el campo, que había sido tachada de conservadora.

-Él era conservador.

-Él dijo esa frase "soy como un árbol que crezco donde me plantan y no me puedo ir". Yo le decía que no es para aplaudirle, porque más que fidelidad es miedo a cambiar. Eso se acrecentó cuando murió mi madre, que era la animada, la que chapurreaba en cualquier idioma para intentar salir de los líos, y la que miraba los mapas para orientarle. Mi padre era un hombre que vivía muy bien donde conocía, con su gente. Siendo tan cazador, por ejemplo, prefería no cazar a tener que hacerlo con desconocidos, le gustaba cazar con su cuadrilla, con su hermano, con su hijos, con los amigos de toda la vida. Lo otro no le divertía. En algún viaje que hemos ido con él, decía que se le bloqueaba el estómago y teníamos que volvernos. De ansiedad, de nervios, se medio ahogaba.

-Esa fidelidad se la devuelve la gente de Valladolid cuando muere.

-Sí, fue muy emocionante, ver que la gente realmente le sentía. Y tiene más mérito, porque no era simpático. Durante años, por ejemplo, apartaba a la gente que le intentaba parar en la calle. Decía "es que mire, tengo que andar tantos kilómetros y no puedo estar parando con todo el que me quiera hablar." Luego le daban homenajes, premios y decía que no iba a ningún lado, que si querían dárselos, vinieran a su casa.

-¿Y su sentido del humor?

-Una vez en Valladolid hubo uno que le hizo gracia. Le dijo "perdone, quería que me firmara un autógrafo en un papel". "Eso es para los futbolistas -le respondió- otro día, si quiere, trae un libro y se lo dedico, pero papeles, no". Todo eso andando y el pobre detrás, "disculpe, pero usted es Azorín". Y ahí ya se paró y le dijo "mire joven, Azorín hace mucho tiempo que está criando malvas". Y como era un creador de personajes, ya luego se pasó el resto del paseo construyendo una historia: me imagino a éste llegando a su casa y diciendo "madre, no te lo creerás, pero he estado con Azorín y se ha negado a reconocerlo".

-¿Cambió de táctica?

-En los dos o tres últimos años de su vida, le agradaba sentirse querido y reconocido y le gustaba pararse. Una vez, hace un par de años, en Navidad, íbamos paseando y nos paró una señora, que no hubo manera de esquivarla. "Don Miguel, don Miguel, cómo me alegro de verlo, ¡pido al Niño Jesús que le mantenga como está!". Y mi padre muy serio le dijo "señora, ¡si el Niño Jesús hace algo, que me mejore, que estoy muy jodido!". Y la señora se enfadó y dijo "qué egoísta es usted, tiene cien años y quiere estar bien". Y mi padre, "eso no es egoísmo señora, es sentido común".

-¿Le habría gustado su funeral?

-Si hubiese sido el protagonista le habría horrorizado. Pero si lo hubiese visto por un agujerillo sin estar allí, le habría gustado ver que le querían tanto. Ahora, estar rodeado de coronas en el Ayuntamiento, con los maceros, un montón de curas en el funeral, ministros... Habría dicho, "yo no voy al funeral".

-¿Era creyente?

-Fue toda su vida un creyente dubitativo. Le gustó mucho Juan XXIII y el Concilio Vaticano II; le pareció que acercaba la religión a sus ideas humanistas, de justicia social y solidaridad. Luego pensó que la Iglesia se apartaba del espíritu del Concilio. Y siempre ha dudado, pero ha tenido una fe viva. Y al final de su vida, casi pensaba más en el más allá que otra cosa. Hay una anécdota al respecto. Uno de mis hermanos le oyó decir "no me abandones" y le contestó "cómo te voy a abandonar papá, que estoy aquí contigo". Y él le dijo, enfadado, "que no te hablo a ti, estoy hablando con el Señor".

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