Lebrija, luna nueva | Crítica

El flamenco como juego

Uno de los momentos del espectáculo 'Lebrija, luna nueva'

Uno de los momentos del espectáculo 'Lebrija, luna nueva' / Óscar Romero (Sevilla)

Con la naturalidad por estandarte, cero artificio y pocas pretenciones se sentaron en el patio del Hotel Triana trece lebrijanos, la mayoría no profesionales pero en cuyos apellidos se escribe la historia del flamenco en Lebrija (Peña, Bacán, Vargas, Fuin, Malena...) para invitar al público a una reunión familiar en la que sólo faltaba el guiso para terminar de hacernos sentir como en casa.

Como decimos, en esta ocasión la intención no era reclamar la aportación de este pueblo en lo jondo -más que demostrada, por otro lado-, sino dejar al espectador pasar a la salita y compartir con ellos un ratito de intimidad. De hecho, en este cuadro no hubo ni un solo momento de innecesarios alardes, excesos de ego o afán de protagonismo. Aquí, y eso es lo maravilloso, se trataba de disfrutar juntos como acostumbran a hacer en sus celebraciones.

Por eso, entre bailes improvisados y guitarras generosas, los cantes iban entrelazándose y hermanándose como si de juegos infantiles se trataran,  desvelando la cara más ingenua y congénita de este arte. La admiración de los unos a los otros. Las vivencias lloradas y reídas. La verdadera emoción. Los recuerdos. Como ése que le hizo tirar a Inés Bacán la botella de agua que mantenía en su mano cuando escuchó y reconoció la guitarra de su hermano con la que le acompañaron en unas lastimosas  y rompedoras seguiriyas.

Especialmente emotivas fueron también las soleares cortas y rotundas de Juan Bacán, en cuyo eco lleva el peso de la vida. La sencillez y espontaneidad que mostró el hijo de Miguel Funi y la gracia del cantaor y bailaor Javier Heredia. En definitiva, un encuentro cercano que el público agradeció sobremanera por la falta de ratos auténticos en lo que llevamos de Bienal. 

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