Bienal de flamenco

Una cantaora para Falla

Para la segunda colaboración de la ROSS con la Bienal de Flamenco se había buscado todo un clásico de las relaciones entre arte jondo y música culta, El amor brujo de Manuel de Falla, obra que nació en 1915 como una pantomima escrita para Pastora Imperio y que con su conversión en ballet en la siguiente década perdió algo del aire por el que originalmente había sido destinado para una bailaora. Quedaba arropar la obra de Falla, centro neurálgico del concierto, con piezas que tuvieran algún tipo de relación fácilmente reconocible con el universo de lo flamenco, y en este sentido la elección fue bastante correcta.

La oración del torero de Turina es prácticamente un pasodoble idealizado, que evoca ese mundo del toro tan cercano a la temática de la Bienal; nada cabe añadir ante un fandango, aunque como en este caso se tratara de una obra dieciochesca en un arreglo contemporáneo; finalmente, en Sánchez Verdú se encuentra siempre la pulsión orientalizante que tantos puntos de conexión presenta con lo flamenco.

Aunque Falla escribiera las canciones de El amor brujo para una voz de mezzo, desde hace unos años se ha hecho normal ofrecérselas a cantaoras. Entre ellas, Esperanza Fernández se ha destacado muy especialmente, entre otras cosas, porque ha grabado la obra hasta tres veces. En su primera colaboración con la ROSS, la trianera empezó sobria y algo fría con la Canción del amor del olvido, se entonó con una intensa Canción del fuego fatuo y deslumbró con las interpolaciones cantadas en la Danza del juego de amor, en las que se permitió mayores libertades con el compás. La interiorización de la obra se apreció además en los pasajes recitados, tanto en el famoso final de Las campanas del amanecer como en el extraído al principio de la versión primitiva de la obra. De inesperada propina, unos martinetes arrancaron las más apasionadas ovaciones de un público que se mostró poco conocedor de los ritos de los conciertos clásicos.

Juan Luis Pérez fue, como la cantaora de Triana, de menos a más, ofreciendo una visión que fue creciendo en intensidad y vigor, y que él habría querido seguramente también algo más refinada, plena y opulenta en lo tímbrico, pero algunos solistas no le ayudaron demasiado.

Salvo pequeños desajustes en alguna entrada, la cuerda había funcionado de modo muy convincente en La oración del torero, que sonó conjuntada y empastada con esmero, muy bien administrados por la batuta los contrastes entre los pasajes más líricos y los más afilados.

El Fandango de Halffter se ofreció en su versión original para ocho violonchelos. El compositor madrileño descompone la obra homónima de Antonio Soler y la reescribe en un lenguaje contemporáneo, pero hay algo en sus disonancias que no termina de convencer; por más que los solistas salidos de la ROSS se afanaran en calibrar volúmenes y dinámicas, el resultado es algo anodino y uno se queda siempre con las ganas de escuchar el tema original, que Halffter se empeña en negarle.

Diferente es la obra de Sánchez Verdú, fascinante siempre en el refinamiento del tratamiento textural mediante el uso de procedimientos caros a su autor: las columnas de aire sin afinar en las maderas, los trémolos en los metales, las notas tenidas en las cuerdas hasta un clímax que sonó acaso demasiado contenido.

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