Cine

John Wayne: feo, fuerte y formal

  • Juan Tejero publica 'John Wayne. Biografía' (Bookland Press), un completísimo recorrido por la vida y la obra de esta leyenda del cine norteamericano.

El cine norteamericano de los años 40, 50 y 60 entró a formar parte del bagaje íntimo de toda una generación gracias a los pases televisivos de sus películas más señaladas a lo largo de los 70 y 80. El cine de antaño ocupaba un lugar privilegiado en la parrilla de la televisión pública en aquel lejano entonces, de manera que los cinéfilos en ciernes tuvimos acceso a una filmoteca preciosa cómodamente repantigados en el sillón de casa. Esto no tiene precio. Lo he dicho en otras ocasiones; lo repito: mi afición por el western se forjó en aquellas sesiones de sobremesa de los sábados por la tarde. A una edad decisiva en la conformación del gusto me pusieron delante lo mejor de John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh, Anthony Mann o Henry Hathaway, y docenas de películas interpretadas por Errol Flynn, Charlton Heston o John Wayne. A este último, Juan Tejero ha consagrado una espléndida biografía atenta tanto al trayecto profesional como a la deriva personal, punteada por tres matrimonios y algún que otro amorío; una biografía atenta al actor, a la persona y al personaje.

Si pensamos en sus títulos más famosos, es como si John Wayne sólo hubiera hecho películas del Oeste y alguna que otra cinta de aventuras o de hazañas bélicas. No es así; el western ocupa un lugar relevante, pero no exclusivo, en su filmografía. Lo que ocurre es que entre los muchísimos westerns que protagonizó despunta una docena de películas que se encuentran entre los mejores títulos del género y, entre éstos, cinco o seis obras capitales en la Historia del Cine. Citaría La diligencia (1939), Río Rojo (1948), Centauros del desierto (1956), Río Bravo (1957) o El hombre que mató a Liberty Valance (1962), Valor de ley (1969), etc., un puñado de filmes que trazan conjuntamente su evolución como actor y la del propio western, inseparables la una de la otra durante más de cuatro décadas. En La diligencia, la película que lo convirtió en un icono del género, dio vida a Ringo Kid, un héroe primitivo movido por una idea primigenia de justicia. En Río Rojo era Tom Dunson, el patriarca de un imperio ganadero, un tipo complejo que casi lo descubrió al mundo como actor. Después de verlo en Río Rojo, John Ford declararía con su característica causticidad: "No sabía que ese hijo de puta supiera actuar". Fue Ford quien le dio el papel de su vida, Ethan Edwards, un hombre con pasado, pero sin presente ni futuro, en Centauros del desierto, "una obra maestra incomparable -escribe Juan Tejero-, para muchos la mejor de Ford y una de las cuatro o cinco películas más profundas y hermosas que el cine ha dado hasta la fecha". Una obra conmovedora e inquietante, añado yo; única y solitaria, enigmática e inagotable.

Howard Hawks dijo que no veía cómo podía hacerse un buen western sin contar con él, y cortó Río Bravo a su medida; Tejero nos cuenta que, en tanto recibía su nombre definitivo, John T. Chance, el sheriff protagonista del film aparecía como 'John Wayne' en el primer tratamiento del guión. En El hombre que mató a Liberty Valance, un western que dejaba entrever que aquel mundo legendario tenía los días contados, Wayne es Tom Doniphon, un pionero que los nuevos tiempos se llevarán por delante. Rooster Coghurn, el agente federal tuerto, borrachín y cascarrabias que interpreta en Valor de ley, cima y compendio de todos los pistoleros, comisarios y vaqueros que había encarnado a lo largo de cuarenta años, lo hizo merecedor del único Oscar que recibiera en vida. Un premio merecido, digan lo que digan, aunque lo suyo no fuera exactamente interpretar, sino vivir la experiencia. Henry Hathaway, director de Valor de ley, confesó: "Wayne nunca fue actor. Y como no era actor, tenía que hacerlo todo de verdad. No tenía ningún recurso que le permitiera fingir. No podía ser francés, no sabía hablar con acento, no podía ser [Laurence] Olivier. Cualquier cosa que el guión le exigiera, él simplemente lo hacía. No era una cuestión de interpretación, era una cuestión de realismo". Sea como fuere, lo importante no es el método, sino los resultados y en sus mejores trabajos Wayne suplió su falta de versatilidad con una intensidad mayúscula.

El actor se convirtió en un héroe de la pantalla para varias generaciones de espectadores y a los datos nos remitimos: "Entre 1949 y 1972 colocó al menos una de sus películas en la lista anual de las diez cintas más taquilleras", explica Tejero. Más aún: "En 1969, después de haber sido durante diecinueve años consecutivos una de las atracciones de la lista de los diez actores más taquilleros de Hollywood, John Wayne había proporcionado más de cuatrocientos millones de dólares a sus estudios, más que ninguna otra estrella en la historia del cine". Para sus compatriotas representaba la quintaesencia del ser norteamericano: un hombre de una pieza, sin dobleces, buen vecino y buen patriota, amigo de sus amigos, implacable con sus enemigos, y él asumió este cometido con todas sus consecuencias. Rechazó intervenir en la magnífica El político (1948) por lavar en público los trapos sucios de la política norteamericana. Ironías de la vida: nominado al Oscar por Arenas sangrientas (1949), Wayne perdió la estatuilla en manos de Broderick Crawford, que había accedido a interpretar el film de Robert Rossen. También rechazó, por idénticos motivos, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1963). No le importó, en cambio, producir y protagonizar una serie de películas de propaganda anticomunista, a cual más ramplona, en los años más crudos de la Guerra Fría.

Sus dos trabajos como director, El Álamo (1960) y Boinas verdes (1968), sendas apologías del intervencionismo yanqui, invisten a los Estados Unidos de un aura cuasi divina y abanderan una idea de libertad monolítica, sin matices.

Wayne aguantó al pie del cañón hasta el final; incluso cuando un cáncer de pulmón empezó a roer ese corpachón suyo y acortar el número de sus días. (En las pausas de rodaje tenía que recurrir a una botella de oxígeno para aguantar el ritmo de trabajo). Los años le dieron un toque paternal, venerable, confortable. Esto decía de él una jovencísima Jennifer O'Neill en Río Lobo (1970) tras de haber dormido juntos bajo la misma manta en mitad del desierto tejano: que era un hombre confortable.

Después de haber sobrevivido a infinidad de encerronas y tiroteos, el cáncer se lo llevó el 11 de junio de 1979, a la edad de 72 años. En su lápida, escrito en español, puede leerse este epitafio: "Aquí yace John Wayne: feo, fuerte y formal", tres adjetivos como tres puñetazos que resumen inmejorablemente un carácter.

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