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Luz que se derrama

  • Avalon y Fnac editan 'Le silence de la mer', la ópera prima de Jean-Pierre Melville que fue faro para la Nouvelle Vague

Le silence de la mer (1948) fue uno de los debuts más influyentes de la historia del cine. La obcecada actitud de Jean-Pierre Melville por hacer un filme de otra manera, tanto en la disposición de los elementos expresivos como en la solución de problemas de producción -presupuesto irrisorio, un equipo que no cumplía los mínimos sindicales, un director sin permiso para rodar y, por supuesto, sin los derechos de autor sobre el relato de Vercors (seudónimo del escritor, grabador y editor Jean Marcel Bruller) que estructura el filme en su totalidad-, fue un faro de luz inextinguible para los jóvenes que una década más tarde irrumpieron bajo la denominación Nouvelle vague. Ninguno de los jóvenes turcos se olvidó de Melville, pero quizá fue Godard, quien ya registrara su sin par figura como Parvulesco en À bout de souffle, el que más partido sacó de la existencia marginal de un filme como Le silence de la mer, pues no han sido pocas las veces que, a lo largo de su extensa y sinuosa carrera, ha hecho apología del numéro deux, es decir, de la búsqueda de vías alternativas, la necesidad de hacer cine en absoluta independencia, con los medios que uno tenga a su alcance, no con las normas que dicta una industria que no tardó nada en decidir cuáles debían ser los millonarios apellidos de cualquier película rodada en su seno. Así, quien tenga el valor de empezar una carrera en el cine, bien haría recordando las palabras con que Melville resumió ésta su primera experiencia, "sin saber que era imposible, lo hice".

Todo lo que sigue brillando en Le silence de la mer más de sesenta años después de su rodaje se lo debemos a su severidad y acendramiento. No es sólo que Melville supiera obtener virtudes de la estrechez, sino que, como luego demostrarían sus thrillers ascéticos, en él, en un joven que debutaba, ya habitaba la sospecha de que "todo es forma", de que el índice de la mano creadora debía apuntar al cómo antes que al qué. Bressoniana antes que Bresson -previa al Diario de un cura rural, filme que pertenece sin duda a la misma constelación- Le silence de la mer es por un lado la celebración de lo que Bazin llamó el carácter impuro del cine, su capacidad para incluir a las demás artes, gracias al registro, en su alucinatorio movimiento, y, por otro, la feliz trascendencia de esos materiales previos a partir de otra de las radicalidades del cinematógrafo, la de estar sujeto a la temporalidad, y poder generar ritmos, cadencias, que hagan a lo concreto arribar al puerto de la abstracción. Así, se trata en esta película de, prácticamente, una lectura literal del relato de Vercors -cuya materialidad, las páginas de esa edición que saliera clandestinamente durante la ocupación nazi, también se filma en los legendarios prólogo y epílogo del largometraje-; una que se traduce en el monólogo interior, el soliloquio y el silencio que dominan la práctica totalidad del metraje. Son éstas las tres posturas (y posiciones de resistencia política) que toman los protagonistas de la historia, un teniente nazi, francófilo y cortés, que se hospeda en la casa burguesa que en un pueblo cercano a París comparten un ya mayor y cultivado tío con su joven sobrina. Cine literario, por supuesto, pero enfrentado a la qualité, y donde un reloj, a modo de metrónomo ajeno al drama, marca el compás de palabras e imágenes (las de Decaë, otro debutante en la película), ahora engarzadas en un montaje novedoso que renueva alianzas más allá de la gramática, con una luz que hizo recordar el fulgor que habita en la belleza: Cocteau, Melville, Bresson… y Godard, todos caben aquí.

Le silence de la mer. Director Jean-Pierre Melville. Con Howard Vernon, Nicole Stephane, Jean-Marie Robain, Georges Patrix, Ami Aaroe. Avalon/Fnac.

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