Mi hermano pequeño | Crítica

La condición y el estigma

Una imagen del filme de Léonor Serraille.

Una imagen del filme de Léonor Serraille.

La condición inmigrante y la diáspora familiar son los temas centrales de este filme de Léonor Serraille (Bienvenida a Montparnasse) que concursó en Cannes y pasó sin pena ni gloria por la sección oficial del SEFF. En su crónica para este diario, Santi Gallego ya advertía de los principales problemas de una película de gran ambición narrativa y largo arco cronológico que aspira a contar la historia de una madre y sus dos hijos varones recién llegados a Francia a finales de los 80 cuyos senderos se bifurcan y cuyos puntos de vista sucesivos intentan atrapar esa idea del malestar que afecta a las distintas generaciones en su proceso de integración en una nueva cultura.

La dialéctica blanco/negro o francés/inmigrante queda bien patente incluso en la banda sonora, que recurre al piano clásico y a los ritmos africanos como modos musicales no siempre reconciliables a pesar del intento de mestizaje. También en esos otros momentos del filme donde nuestros tres protagonistas interactúan con el otro desde lo sentimental, lo romántico o lo sexual, siempre con un punto fallido o frustrante.

Pero lo más problemático del filme es que en su dispersión narrativa y su relevo de foco, entre bruscas elipsis y recapitulaciones apresuradas, se pierde también el peso específico de esa emoción autoconsciente del fracaso maternal, la pérdida o la añoranza de las raíces y la separación del núcleo que quiere ser la catarsis del relato.

Serraille filma con cercanía y control pero se dispersa también en senderos adyacentes que no benefician a la intensidad de una historia narrada por ese hijo pequeño que, a pesar de haberse integrado al cabo de los años, sigue llevando sobre sus espaldas no sólo la condición de inmigrante sospechoso, sino también la del buen vástago salvado por sí mismo de las redes del destino.