Cine

Negro y videoartista

Negro y videoartista. Los publicistas tenían el trabajo fácil para vender la singularidad de Steve McQueen (Londres, 1969) en una temporada de premios que lo ha coronado, junto al mexicano Alfonso Cuarón, como el cineasta de moda de la temporada.

Los titulares de hoy incidirán en el carácter racial, revisionista y crítico de sus 12 años de esclavitud, en el hecho de ser la primera película dirigida por un afroamericano (británico, sus padres proceden de la isla de Granada) en ganar el Oscar, en la condición de filme-vergüenza en el que todos (los blancos) deberían mirarse para tomar conciencia de los estragos de la historia y evitar que éstos se repitan. Es lo normal en estos casos.

Más interesante nos resulta destacar aquí el hecho de que McQueen también sea el primer videoartista de prestigio (Premio Turner en 1999), además de escultor o fotógrafo, que se haya integrado (habrá quien diga domesticado) en la industria del cine hasta llegar a su cima. Y sin renunciar (del todo) a algunas de sus preocupaciones cuando su nombre apenas era conocido entre galeristas y marchantes de arte contemporáneo. En efecto, algunas de sus piezas -Bear (1993), Five easy pieces (1995), Stage (1996), Deadpan (1997), Carib's Leap y Western Deep (2002)- preludian o subrayan, ya sea desde la pantalla muda o en dispositivos múltiples, las preocupaciones por la raza, la violencia, la duración y el cuerpo que presiden u organizan sus tres largos de ficción: Hunger (2008), sobre el encarcelamiento del miembro del IRA Bobby Sands en los años 80; Shame (2011), sobre la atormentada adicción al sexo de un yuppie neoyorquino, y esta 12 años de esclavitud sobre la explotación y la trata de esclavos en el Sur a mediados del XIX. McQueen parte del cuerpo de Michael Fassbender para explorar su aguante y su degradación ante la cámara en las dos primeras películas, como lo hace con Chiwetel Ejiofor y la premiada Lupita Nyong'o en esta última. Los mejores momentos de las tres tienen que ver precisamente con su mirada sostenida, a saber, en una puesta en escena que confía en el tiempo y en el cuerpo como únicos argumentos para la elocuencia. Luego llegan las ganas de contar y explicar, o sea, el tiempo para los premios, los otros premios.

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