Crítica 'Timbuktú'

Terror y silencio

Timbuktú. Drama, Mauritania-Francia, 2014, 100 min. Dirección: Abderrahmande Sissako. Guión: A. Sissako, Kessen Tall. Fotografía: Eliane El Fani. Música: Amine Bouhafa. Intérpretes: Abel Jafri, Hichem Yacoubi, Kettly Noël, Pino Desperado, Toulou Kiki, Ibrahim Ahmed, Layla Walet Mohamed.

La actualidad se ha aliado con la nueva película del mauritano Abderrahmane Sissako, uno de los contados cineastas africanos que consigue abrirse paso en los principales festivales y carteleras occidentales (La vida en la Tierra, Heremakono, Bamako), propulsando su mensaje en favor de la dignidad humana en un momento en el que el yihadismo ocupa portadas y telediarios con su escalada de violencia, crimen y sus alardes hollywoodienses de puesta en escena del terror. Su concurso en la sección oficial de Cannes y la inesperada candidatura al Oscar también han ayudado mucho a que podamos verla en los cines españoles.

A partir de la historia real de dos amantes lapidados en Malí en 2006, Timbuktú nos acerca a la ciudad (mítica) del título para contar un extraño cuento moral que se mueve a mitad de camino entre un realismo crudo con deslumbrantes fogonazos líricos e incluso humor y una densidad simbólica que confiere al relato y a sus personajes una cualidad ancestral a la que el espectador occidental no está del todo acostumbrado.

Con todo, es ésta una película de apariencia sencilla y transparente, de propósito didáctico y humanismo desbordante, lo que no resta para que encontremos en ella soluciones narrativas (ecos, rimas, retornos, círculos) y detalles que nos hacen pensar en un modelo distinto. La coralidad, la dispersión, el rosario de personajes que, como la mujer loca, simboliza el reducto de resistencia y libertad irreductible, el seguimiento en paralelo de varios sucesos que van construyendo poco a poco la atmósfera del miedo engendrada por los (improvisados, chapuceros) comandos islamistas mientras los habitantes se aferran a sus vidas normales, hacen de Timbuktú una suerte de fresco que trasciende lo meramente local y antropológico para funcionar como gran relato sobre la dictadura del terror islamista, la ausencia de justicia y la lucha por la dignidad (a través del amor) como débil pero único recurso para la supervivencia de la comunidad.

En Timbuktú se prohíbe fumar, cantar, reunirse o jugar al fútbol, pero las gentes cantan clandestinamente las más hermosas canciones, los niños juegan un partido sin pelota, las mujeres desafían la prohibición de cubrirse hasta las cejas y hasta los propios policías de terror fuman a escondidas y dudan de su propio cometido.

Sissako va componiendo con todo ello un filme que camina libre, sigiloso y en voz baja por un paisaje hermoso pero herido, entre una luz de atardeceres ambarinos que preludian noches vigiladas por las metralletas, en una arena manchada de sangre de familias rotas y separadas para siempre.

Resulta tentador decir, con cierta condescendencia occidental, que Timbuktú es una "película necesaria", pero no caeremos en ese tópico, porque es mucho más que un film-denuncia o un film-panfleto; es simplemente un film distinto, hermoso y doliente, de esos que ayudan a limpiar un poco las pupilas de su espectador, sin temor a incomodarlo y a que se haga preguntas por sí mismo.

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