Crítica de Cine

Tosco y sanguinolento retrato de un héroe

Andrew Garfield, en la película.

Andrew Garfield, en la película. / d. s.

Para hacer el canto a un pacifista objetor de conciencia que fue condecorado con la Medalla de Honor del Congreso por su heroico comportamiento como sanitario durante la batalla de Okinawa, Mel Gibson monta en la tercera parte de la película un espectáculo gore-pirotécnico que le permite dar rienda suelta a su conocido gusto por la sangre y las vísceras bajo pretexto de un realismo extremo que confunde con tremendismo. Las dos partes que la anteceden están dedicadas a contar la infancia y adolescencia del protagonista -lo que incluye su conversión religiosa a la no violencia tras descalabrar a su hermano y casi pegarle un tiro a su maltratador padre-, y a su entrenamiento en el campamento militar -y sus sufrimientos, hostigado por sus compañeros y sus mandos por no querer tocar un arma- cuando se alista como voluntario tras el bombardeo de Pearl Harbor.

El mérito mayor de esta película, a la que la crítica ha hecho rendibús que no comparto, es presentarnos a Desmond Doss (1919-206) quien, tras sus traumáticas experiencias familiares y guiado por su fe religiosa -pertenecía a la Iglesia Adventista del Séptimo Día-, se debatió entre su deseo de servir a su país en el frente y su renuncia a tomar las armas y matar. La solución, tan brillante como valiente y coherente pero dificilísima de integrarse en la disciplina militar, fue ser sanitario para estar en primera línea salvando vidas en vez de matando. De ser considerado un cobarde por negarse a combatir pasó a ser un héroe nacional tras sus increíblemente arriesgadas actuaciones en Okinawa.

Gibson está discreto en la primera parte, torpe y reiterativo en la segunda (ambas con aire de telefilme), y excesivo en la tercera. Sus modales cinematográficos son toscos; el recurso a la cámara lenta es empachoso y el uso de la música heroico-celestial de Rupert Gregson-Williams, de estampita. Su capacidad para representar los caracteres es muy limitada. Y su gusto por la carnaza hace que la prolongadísima, espectacular y tremendista secuencia bélica asquee más que sobrecoja. La guerra no es así, es muchísimo peor. Pero su crueldad no se recrea en una pantalla solo por acumulación de truculencias. Nada que ver con el inicio de Salvar al soldado Ryan que cambió para siempre la forma de filmar la guerra moderna, y de la que Gibson es deudor; allí se sentía el miedo de los soldados a través de un elaborado discurso fílmico. Nada que ver tampoco con Banderas de nuestros padres o Cartas desde Iwo Jima, en las que Eastwood usaba la violencia extrema en un contexto dramático coherente. Esto, en cambio, es carne picada por tiros y explosiones. O una barbacoa, dado el gusto fallero de Gibson por representar la acción de los lanzallamas. Pero esto no extraña en quien convirtió Apocalypto es una especie de Holocausto caníbal en versión maya y la Pasión de Cristo en un Saw bíblico.

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