¡Dolores, guapa! | Crítica

Pluma santa

Una imagen del documental '¡Dolores, guapa!'.

Una imagen del documental '¡Dolores, guapa!'.

Una mirada antropológica y un doble gesto político atraviesan este documental de Jesús Pascual premiado en la sección Panorama Andaluz del pasado Festival de cine europeo: por un lado, en la reivindicación frontal y abierta del homosexual, el mariquita, el maricón o el transexual en su relación íntima y profunda con la Semana Santa sevillana y su idiosincrasia; por otro, en la recuperación y la confianza en la oralidad, la palabra, el habla y el acento como instrumentos esenciales para articular el discurso y capturar el pensamiento en acción y la gestualidad de los cuerpos de los que emanan, prolongando (conscientemente) una veta de nuestro cine documental y ensayístico que la conecta con dos filmes esenciales de la Transición, Vivir en Sevilla, de García Pelayo, y Ocaña, retrato intermitente, de Ventura Pons.   

Pascual ha hecho bien los deberes en el proceso de selección y se queda con un puñado extraordinario de personajes singulares de la Sevilla de hoy, desde el octogenario y nostálgico Antonio Millán, ‘La Palomita de San Gil’, con el que se abre y se cierra el filme en un claro gesto de restitución histórica, al joven que ha volcado en Instagram su pasión por la virgen, de un grupo de hipsters que viven su particular Semana Santa a la trans vestida de mantilla en lucha contra los prejuicios, jóvenes y adultos, hijos y madres, aficionados y devotos, imagineros, bordadores o tatuadores y artistas, todos siempre interesantes y elocuentes, para atravesar a través de sus relatos personales, siempre auténticos, las distintas edades, etapas, visiones, gestos y rincones más o menos ocultos de una Semana Santa que se nos antoja aquí más transversal, heterogénea y diversa de lo que algunos guardianes de esencias quisieran preservar como modelo único de la fiesta sagrada.

Una Semana Santa sevillana que se abre a su carácter verdaderamente popular (el barrio y la periferia adquieren aquí una dimensión propia), a un espacio-tiempo simbólico donde conviven la fe, la exaltación iconográfica y la heterodoxia, las vivencias de la infancia, la herencia familiar y la memoria, pero sobre todo el pulso y la convicción por erradicar estereotipos negativos y reivindicar una identidad no normativa en el seno de la tradición y la cultura que, paradójicamente, parece haber sido acogida con más naturalidad entre las hermandades y el mundo cofrade que en otros sectores y ambientes aparentemente más tolerantes de la sociedad civil.