El primer largo de David Pantaleón abraza el signo de los tiempos de cierto cine festivalero en su doble adscripción al minimalismo de dispositivo (plano fijo, distancia y escala) y el humor lacónico derivado del mismo, y esa vertiente antropológica, local y documental que observa y preserva tipos auténticos y tradiciones, rituales y costumbres en vías de extinción, en este caso las de los cabreros con denominación de origen de la desértica isla de Fuerteventura.
Se trata así de un filme donde cálculo y azar coexisten en una fórmula híbrida y donde el trayecto mítico de los dos hermanos enfrentados para rendir los machos (cabríos) cumpliendo las últimas voluntades del padre difunto alcanza los perfiles, tonos y ritmos de un western majorero y minimalista donde el paisaje empequeñece a las figuras, los encuentros delimitan el relato y las simetrías y composiciones revelan a un cineasta del equilibrio y el tiempo.
Rendir los machos se permite incluso jugar con la mirada de Dios a vista de drone y dejar algunas pinceladas humorísticas sobre esa otra isla, la del turismo o lo bizarro, sugerida entre construcciones modestas, carreras de cars, clubes nocturnos, comuniones y urbanizaciones a medio construir que funcionan como contrapunto onírico y fantasmal a ese viaje telúrico de duelo y reconciliación fraternal donde el lenguaje de los gritos y las llamadas pesa tanto como el de la palabra.