Legado en los huesos | Crítica

Lo personal es policiaco

Carlos Librado 'Nene', Marta Etura e Imanol Arias en 'Legado en los huesos'.

Carlos Librado 'Nene', Marta Etura e Imanol Arias en 'Legado en los huesos'.

Segunda entrega cinematográfica salida de la franquicia literaria creada por Dolores Redondo, Legado en los huesos sigue los pasos, traumas y pesquisas de la detective prefabricada Amaia Salazar en su regreso (con bebé) a la escena del crimen en un Valle de Baztán convertido en nudo gordiano y apocalíptico de asesinatos rituales, sectarismo satánico, matriarcado poderoso y mitología propia a través de los siglos.

Dirigida por Fernando González Molina, responsable también de la anterior El guardian invisible, la cinta sigue revistiéndose de esa estética de diseño fincheriano tan propia del thriller global de última generación, pero no puede disimular las numerosas carencias de guion, su palabrería explicativa y sobreescrita y unos modos interpretativos que consiguen que el enésimo elenco en lote repetido de nuestro cine reciente actúe de forma robotizada a falta de mejores indicaciones.

La trama vuelve a incidir en la locura ancestral como germen del mal e incluye leves apuntes didácticos sobre la presencia del Opus Dei (ahí está Imanol Arias para esculpirlo) en la zona, aunque sea para despistar. Rutinaria y mecánica en su concepción de diseño, sostenida por una banda sonora non-stop plagada de clichés de género, Legado en los huesos sigue sacando ases de la manga, dejando cadáveres en el bosque, alumbrando con linternas y apuntalando estereotipos sin alma en un vano intento de hacer marca de cine popular de entretenimiento.