El Capitán | Crítica

El uniforme de la banalidad

En la obra maestra del cine mudo El último (1924), Murnau diseccionada el valor del uniforme de un portero de hotel (Emil Jennings) como símbolo del estatus social en la Alemania de su tiempo. Sometido a sucesivas degradaciones laborales, el personaje seguía poniéndose su viejo traje para mantener las apariencias y la dignidad entre su vecindario.

Extraída de la crónica marginal de los últimos días de la II Guerra Mundial en el bando alemán, El Capitán también cuenta una historia (real) de potente vuelo metafórico protagonizada por el perverso poder simbólico de un uniforme: en plena huida de deserción por los bosques, un joven soldado del ejército nazi encuentra en un coche abandonado el traje de un capitán y decide ponérselo para suplantarlo y atravesar las filas a la espera del fin de la contienda.

Arranca así esta aventura negrísima que funciona en un doble nivel: como trama de supervivencia, impostura y suspense, a través del periplo del falso capitán y su entrada en una espiral de barbarie, muerte, deshumanización y locura, y como aproximación certera a la banalidad del mal de toda una nación desde la suplantación y sus efectos psicológicos, en el tránsito del miedo al ejercicio impune del terror.

En un blanco y negro schlinderiano, Robert Schwentke, de quien, tras una trayectoria al servicio de blockbusters (Red, la saga Divergente), no cabía esperar semejante registro, se adentra paulatinamente en el caos de los días finales de la guerra para acompañar un descenso a los infiernos de la amoralidad que, en sus apuntes extemporáneos (la música, el epílogo en las calles actuales de Berlín), parece estar hablando de una inquietante condición alemana que sin duda levantará ampollas.

Lástima que algunos excesos espectaculares y tarantinianos rompan ocasionalmente el tono sombrío y macabro de una película poderosa, negra y, por momentos, despiadada, sobre la degradación de lo humano y las heridas aún abiertas de la historia.