Miguel Ángel (El pecado) | Crítica

Más tormento que éxtasis

Una escena de ‘El pecado’, el ‘biopic’ en el que Andrei Konchalovsky lleva al cine la vida del artista Miguel Ángel.

Una escena de ‘El pecado’, el ‘biopic’ en el que Andrei Konchalovsky lleva al cine la vida del artista Miguel Ángel. / D. S.

La libertad del cine para recrear la vida de los artistas del pasado debe ser absoluta, por supuesto. Pero se agradece un mínimo de rigor (aunque una película no sea un ensayo) y sobre todo de creatividad a la hora de medirse con un gigante. Y si uno lo ha sido en la historia del arte, sin lugar a dudas, es Miguel Ángel como pintor, escultor y arquitecto. Ningún colega tiene el récord de ser autor de la cúpula de San Pedro, la Sixtina o ese asombroso despliegue escultórico que va de la delicada suavidad del mármol-carne de La Piedad vaticana a la dura representación de la carne-mármol de la Piedad Rondanini o los esclavos de la Galería de la Academia de Florencia.

En 1965 Carol Reed, a partir de un guión de Philip Dune –el genial autor de los guiones de ¡Qué verde era mi valle! o El fantasma y la señora Muir– basado en una novela del especialista en la dramatización de vidas de artistas –suya es también Lust for Life que inspiró El loco del pelo rojo de Minelli– dirigió la excelente El tormento y el éxtasis a la que se le puede disculpar algún convencionalismo propio de las biopics del cine clásico por el poderío de sus imágenes, la fidelidad en la reconstrucción del proceso de creación de los frescos de la Sixtina y sobre todo las formidables interpretaciones de Charlton Heston y de un Rex Harrison que aportaba al papa Julio II esa elegante ironía, tan suya que salpimentaba a Julio César o a Julio II con unos toques sabrosos y picantes de Henry Higgins.

Los tiempos son otros y Konchalovsky es un director muy distinto de Reed. Y, por decirlo todo, muy inferior al director de El ídolo caído, El tercer hombre, Nuestro hombre en la Habana o la ya citada El tormento y el éxtasis. Konchalovsky es un proyecto nunca del todo cuajado –o desarrollado en continuidad– de gran autor. En su primera etapa soviética (1966-1978) rodó obras muy estimables como El primer maestro, La felicidad de Asia o Siberiada, quizás su obra maestra. En su segunda etapa, transferido a Hollywood entre 1984 y 1989, su cine perdió progresivamente interés con títulos como Los amantes de María, El tren del infierno o Tango y Cash. Su regreso a Rusia en 1991 pareció devolverle hasta hoy la inspiración con El círculo del poder, La casa de los engaños, Paraíso o Queridos camaradas. Lo peor de estos años han sido sus incursiones fuera de Rusia, como si la tierra patria fuera su nutriente creativo, resueltas en bodrios como El cascanueces 3D o en obras fallidas aunque no exentas de cierto interés como esta aproximación a Miguel Ángel.

La Sixtina está concluida. Su mecenas Julio II ha muerto. El artista es una presa codiciada por los rivales Della Rovere y Medici. Su empeño personal es la tumba de Julio II, que él consideraba la cumbre de su carrera y cuyo proyecto inicial solo pudo realizar parcialmente. Konchalovsky quiere alejarse de la biopic tradicional y lo logra para bien con la buena, intensa interpretación de Alberto Testone y su muy sugestiva recreación de la relación entre el artista y su materia, el mármol, ya sea buscando el bloque ideal para la tumba de Julio II en las canteras (el mejor momento de la película), enfrentándose a él como si platónicamente la obra viviera ya en su interior y el artista debiera liberarla o puliendo obsesivamente la obra terminada para que la materia inanimada se convierta en una carne salvada de la duración. Pero también esta voluntad de alejarse de los biopics le lleva a crear zonas narrativa y expresivamente muertas de rancio cine de autor que la hacen pesada en no pocas ocasiones y a enredarse en un feísmo con sospecha de insincero efectismo que poco aporta como realismo histórico o como verdad humana de la galería de personajes algo esquemáticos que rodean al creador.

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