Cine

Una mujer en la ventana

  • Con la miniserie 'Mildred Pierce', Todd Haynes adapta fielmente para la HBO la misma novela de James M. Cain que ya inspirara 'Alma en suplicio' en 1945

La imagen de una mujer en la ventana forma ya parte del catálogo esencial de motivos visuales de la historia del cine asociados a una cierta idea de la intimidad o la melancolía femeninas. El cartel promocional de Mildred Pierce, miniserie de 5 capítulos rodada por Todd Haynes (Poison, Safe, Lejos del cielo, I’m not there) para la prestigiosa cadena HBO, nos presenta a Kate Winslet, su protagonista, mirando a través de una ventana. Va a ser ésta una imagen recurrente a lo largo de la serie, ya se trate de una ventana del hogar familiar, la de un coche, un autobús o la de un restaurante. En su ensayo Imágenes del silencio (Anagrama), Jordi Balló apunta que este tipo de imágenes temporales no nos conducen exactamente hacia el lugar al que esa mujer mira, sino que reclaman una penetración en su interior.

Como en algunos cuadros de Edward Hopper (Las once de la mañana, Habitación en Brooklyn, Mañana en la ciudad), referencia explícita para toda la concepción visual de la serie, nuestra protagonista mira hacia fuera como gesto de pausa melancólica, como instante de repliegue íntimo, como momento privado para detener la acción (narrativa) y establecer un diálogo silencioso con ella misma: tomar conciencia de la encrucijada vital, conciencia del error, conciencia de la culpa por no haber sabido conciliar sus facetas como mujer, como madre, como esposa, como amante, como trabajadora, como empresaria.

Mildred Pierce adapta la novela escrita en 1941 por James M. Cain, autor de El cartero siempre llama dos veces y Perdición, que ya fuera llevada ya al cine por Michael Curtiz en 1945 con Joanne Crawford como protagonista. Si aquella primera versión para la Warner, que en España se tituló Alma en suplicio, sufría un forzado quiebro noir y los rigores censores del production code que suavizaban o anulaban los apuntes sociales y sexuales del original, Todd Haynes y su co-guionista Jon Raymond han conseguido restaurar con gran fidelidad el espíritu y el tono de la novela, ambientada en la Norteamérica suburbial de la Gran Depresión de los años treinta, en una nueva operación de reescritura posmoderna del paradigma clásico que entronca con la revisión de la estética del melodrama de Douglas Sirk realizada en Lejos del cielo. Una operación que servía a Haynes como pretexto manierista para establecer un diálogo entre las formas del cine clásico y su imposibilidad para abordar determinados asuntos (la homosexualidad, las relaciones interraciales, la emancipación de la mujer) en términos realistas.

Mildred Pierce asume, por tanto, el realismo y la fidelidad al original, elementos que nos hacen ver a Cain más cerca de autores como Lewis o Sinclair que de los Hammet y Chandler con los que siempre suele asociársele, como sólidos pilares de una adaptación que si bien es neoclásica en su puesta en escena, sobre todo a través del filtro del cine de los setenta, afronta con sinceridad y complejidad, sin ambages ni desvíos, cuestiones esenciales y centrales en la obra de Cain como la sexualidad femenina o el clasismo como muro irreconciliable entre una madre y una hija condenadas a un eterno y especular desencuentro.   

En su estructura serial, en su cuidadísima ambientación y a través de sus generosas cinco horas y media de metraje, Mildred Pierce describe con minuciosidad los mecanismos de una clase media estigmatizada por las apreturas de la crisis económica, evidente puente entre aquella década y el presente que actualiza aún más si cabe la operación, escruta con precisión las pulsiones de una mujer que intenta liberarse de los clichés de su tiempo y modula en crescendo emocional los resortes del melodrama de raigambre trágica que conduce inevitablemente al desgarro más doloroso.

En este sentido, el trabajo de Kate Winslet, elección irrevocable a la luz de su espléndida madurez capaz de encarnar un amplio espectro de edades sin necesidad de molestos maquillajes, resulta especialmente memorable. La robustez y el aplomo de su personaje, apenas quebrados en unas escenas finales realmente poderosas magistralmente coreografiadas por Haynes, su tránsito por una década de carencias, éxito, fracaso y decepción, su duelo visceral e  inconsolable con el monstruo que ha creado de su propia hija, hacen de Mildred Pierce un nuevo hito dentro de esta espléndida nueva  edad de oro de la televisión dramática norteamericana. 

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