Tiburón blanco | Crítica

Medio siglo de escualos

Un fotograma de 'Tiburón blanco'.

Un fotograma de 'Tiburón blanco'.

El verano de 1975 Spielberg cambió la historia del cine con Tiburón. No sólo por los méritos de la película, sino por su gigantesca promoción sin precedentes, su masivo estreno simultáneo en más de 400 salas, por convertir el verano en tiempo de grandes estrenos (primero solo en Estados Unidos, en España se estrenó en las Navidades del 75) y por consagrar definitivamente la nueva promoción de jóvenes directores a quienes el éxito de El Padrino dos años antes había situado en el punto de mira de las productoras en crisis.

Ha pasado medio siglo y el eco de Tiburón -es decir, de las películas de bichos reales, no agigantados por las radiaciones atómicas como en La humanidad en peligro o Tarántula- sigue aún resonando. Incluso en versiones tan disparatadas como Sharknado. Pero nadie ha superado la obra maestra de Spielberg (y de Williams, el propio Steven lo considera coautor de la película) en estos casi 50 años. Desde luego no lo hará esta cosita tan previsible como entretenida para quien encuentre entretenido contemplar como unos desgraciados luchan por sus vidas arrebujados en una cáscara de nuez inflable tras haber sufrido un accidente, mientras el escualo los mira con los mismos ojos con que el cocodrilo contemplaba relamiéndose al Capitán Garfio. Se agradecen algunas originalidades de cámara en este debut no tan prometedor de un director australiano hasta ahora dedicado al corto y la publicidad.

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