Cine I El universo de Óliver

El universo de Alexis Morante, al fin, al descubierto

El preestreno de la película de Alexis Morante.

El preestreno de la película de Alexis Morante. / Andrés Carrasco

Escribió Luis Cernuda: “Vuelva el que tenga / Tras largos años, tras un largo viaje / Cansancio del camino y la codicia / De su tierra, su casa, sus amigos”. Aquel poema se titulaba Peregrino. El camino de regreso de Alexis Morante ha sido largo sin duda, con más de una década viviendo en los Estados Unidos, forjándose y labrándose un nombre, a pulso y sin regalos. Sin embargo, al ver su primera película de ficción, uno entiende que Ítaca siempre estaba en su mente.

Una vez contó que Los Ángeles era una ciudad llena de vagabundos, de gente que había intentado, sin éxito, meter cabeza en el mundo del cine y que, arruinados, se habían quedado allí, en tierra de nadie, y sin posibilidad de volver. Alexis Morante sabía que, si le venían mal dadas, en Algeciras, su Ítaca, siempre le esperarían. Y esa seguridad, ese as en la manga que no todos tienen, hizo que tomase decisiones arriesgadas y que, a la postre, triunfase (sus tres nominaciones a los Premios Goya lo demuestran). Esa íntima gratitud con su tierra la ha devuelto Morante este sábado en el Teatro Florida de Algeciras, escenario elegido para estrenar El Universo de Óliver.

No sólo estaba en deuda con la tierra, también con sus padres y abuelos, con su hermano y con sus amigos, con aquellos que, en definitiva, lo convirtieron en lo que es ahora. La infancia y juventud de Alexis Morante está volcada en la vida de Óliver, interpretado por Rubén Fulgencio, su álter ego. También él, Morante, consiguió integrarse en una pandilla de colegas gracias al fútbol cuando su familia se mudó a la barriada de San José Artesano. Todavía recuerda cuando, por primera vez, los que después se convirtieron en sus amigos de por vida (Raúl Santos y Miguel Ángel González, guionistas de la película), llamaron al timbre de su nueva casa para preguntar por el niño que acababan de ver asomado a la ventana. Y cómo se escondía en las habitaciones hasta que su madre lo encontró y lo echó a la calle a jugar con los demás.

Alexis Morante, durante su intervención en el preestreno de la película. Alexis Morante, durante su intervención en el preestreno de la película.

Alexis Morante, durante su intervención en el preestreno de la película. / Jorge del Águila

El Universo de Óliver es un álbum de recuerdos, una caja de añoranza. Y es una película que, desde el comienzo, se sabe que va a terminar bien. Una historia sencilla, sin mayores pretensiones, como tantas que se hacían en la década de los 80, pero que reconfortaban al espectador. La galopante fantasía de Óliver se ha visto reforzada en postproducción, creando, ciertamente, una atmósfera mágica, especialmente conseguida en las secuencias nocturnas. Uno de los momentos más bellos se produce en la azotea, cuando nieto y abuelo (Pedro Casablanc) contemplan las estrellas mientras conversan sobre la suerte -que a ratos se busca, a ratos viene dada- y que solo puede perderse aquello que uno se posee. De fondo, se dibuja el skyline del Puerto de Algeciras, con las imponentes siluetas de sus grúas y sus buques portacontenedores.

La mayor parte de la cinta, sin embargo, está rodada en los alrededores de San Roque, donde las chimeneas de la refinería son elemento casi omnipresente. Allí aterriza Óliver, en medio de un territorio hostil, como la llegada del héroe a un pueblo abandonado en los guiones del western más clásico. Y allí también, Óliver aprende sobre los valores de la vida, a encajar golpes, a superar decepciones inevitables, a enamorarse y a comprender a sus mayores, empezando por sus padres (Salva Reina y María León). Todo el reparto actúa con solvencia, aunque es especialmente destacable el trabajo de Reina.

Igual que en la más célebre novela de William Saroyan, La comedia humana, los niños de El Universo de Óliver se convierten en testigos de la vida cotidiana de los habitantes de la comarca mientras van de aquí para allá en bicicleta. Así descubren el mundo y el a veces incomprensible comportamiento humano. Por supuesto, es una película sin móviles ni tablets (se desarrolla en 1985), tan sólo un balón de fútbol y la voz de Concha Piquer en la radio cantando El día que nací yo, aunque el tema principal de la película es obra de Enrique Bunbury y suena en los títulos de crédito.

La emoción de Alexis Morante al terminar la proyección era palpable, con todo el Teatro Florida en pie. Por una noche, logró la ardua tarea de ser profeta en su tierra. Acaba el poema Peregrino de Cernuda con estos versos: “No eches de menos un destino más fácil / Tus pies sobre la tierra antes no hollada / Tus ojos frente a lo antes nunca visto”. Continuará Morante su carrera, seguramente lejos de esta tierra que le vio nacer, pero con una Ítaca enclavada en la bahía que siempre le aguarda.

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