Crítica 'La chispa de la vida'

Había una vez… un circo

La chispa de la vida. Comedia negra, España, 2011, 98 min. Dirección: Álex de la Iglesia. Guión: Randy Feldman. Fotografía: Kiko de la Rica. Música: Joan Valent. Intérpretes: José Mota, Salma Hayek, Fernando Tejero, Blanca Portillo, Juan Luis Galiardo, Antonio Garrido, Manuel Tallafé.

Apartado de las instituciones, el esmoquin y las polémicas retransmitidas por Twitter, Álex de la Iglesia retoma su vocación de artesano industrial capaz de rodar rápido sin dejar de ser fiel a ese universo grotesco y deformante bajo el que se reconoce la torsión tragicómica de la realidad o la historia españolas.

La chispa de la vida, filme de encargo (Andrés Vicente Gómez) con guión del norteamericano Randy Feldman (Tango y Cash) y pareja estelar protagonista (un solvente José Mota, en su primer papel importante en el cine, y Salma Hayek, rescatada de su desgastada latinidad hollywoodiense), aspira a orquestar de nuevo el caos de una pista de circo por la que circulan algunos de los estereotipos que han hecho de esta España nuestra una delirante y cara atracción de feria diseñada por los buitres carroñeros del emporio mediático y una clase política irresponsable que han maleducado a sus audiencias y votantes hasta extremos insospechados.

Así, con una premisa que recuerda inevitablemente a El gran carnaval, de Billy Wilder (aunque el cineasta reconozca también la influencia de La cabina, de Mercero), y un espacio simbólico, el Teatro Romano de Cartagena, que aspira a funcionar como trasfondo para metáforas escénicas evidentes, La chispa de la vida hace circular por sus imágenes (que tal vez pedían, esta vez sí, más locura) una fauna de personajes-títere de estirpe berlanguiana dispuestos a darse dentelladas y tragarse la dignidad en la arena con tal de repartirse el pastel del éxito inmediato.

Prisionera de un guión al que no corresponde un tono o un estilo a la altura de sus excesos, más inclinada hacia el drama negro que hacia la comedia desaforada, La chispa de la vida se nos queda algo corta de vuelos iconoclastas aunque nos devuelva una imagen reconocible con el inconfundible sello de un cineasta que, posiblemente, haya rodado su mejor película en mucho tiempo precisamente por no haberlo pretendido.

Por otro lado, siempre nos quedará la duda de los verdaderos límites a los que De la Iglesia está dispuesto a llegar con sus dardos envenenados y hasta qué punto él mismo no ha contribuido también a crear este circo ibérico que satiriza en sus películas.

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