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Formarse y esparcirse

  • A mediados del XVIII, un joven Boswell fue a visitar a Rousseau y Voltaire, y de la trascendencia para él de ambos encuentros dan fe estas páginas

James Boswell (1740-1795), en un grabado de S. Freeman.

James Boswell (1740-1795), en un grabado de S. Freeman.

"¡Qué ser más singular descubro que soy!". Esta exclamación fue una de las frases que escribió James Boswell en la entrada de su diario, un sábado 29 de diciembre, a poco de terminar el año 1764, en un momento de rara euforia tras el periplo suizo que lo había relacionado estrechamente con Rousseau y Voltaire, dos claves, dos polos del siglo ilustrado. No tiene desperdicio esa cuartilla, de ambivalente narcisismo, donde es posible que se concentren en potencia los rasgos más profundos de la personalidad del inolvidable biógrafo de Samuel Johnson: alguien que conoce por un lado su don de gentes, su perspicacia observadora ("un floricultor" se llama a sí mismo, atento a las obras de la Naturaleza, y por consiguiente a los variopintos grados de la artificialidad) y la atracción que los seres excepcionales producen en su sobreexcitada curiosidad; asimismo, por otro lado, sabe de su honda fragilidad, igualmente movilizadora, fuente de inseguridad e incompletitud, pero también generadora de la distancia que impide la fusión con el medio y permite la irrupción de la escritura. Ya que, y así termina el primer párrafo de esta suerte de declaración, "si no fuera por mi negra hipocondría, podría ser un auténtico epicúreo".

Una visita a Voltaire y Rousseau, breve extracto de sus diarios suizos, representa, como ya se puede intuir, un emocionante documento de juventud, el ejemplo, si se quiere y se poda de cualquier implicación peyorativa, de una "literatura menor boswelliana", donde la anotación y la epístola, la fulgurante confesión y el billete esperanzado, sustituyen a la firme prosa del futuro y tardíamente reivindicado biógrafo. Avanzada la segunda mitad del XVIII, Boswell había claudicado a la presión paterna y tras formarse en Derecho Civil en Utrecht, emprendía, como buen británico, un modesto grand tour que esperaba engrandecer tras la aceptación, por parte de las dos luminarias mencionadas, de la visita del desorientado, impetuoso y bien recomendado joven de apenas 24 años que aún dudaba de las decisiones tomadas.

En muchos sentidos, estos escritos son la reafirmación de una vocación literaria

Confirma este dietario, entonces, esa revelación otra, la ruptura con el destino a regañadientes aceptado. Páginas, en definitiva, donde se reafirma una vocación literaria, plasmándose una polifonía donde aún pueden advertirse los elementos conformantes en un estadio previo a la amalgama definitiva del estilo afilado; la tersa taracea, como recuerda el aquí prologuista José Manuel de Prada-Samper, que convertiría a Boswell en un gigante de la descripción costumbrista y la penetración psicológica, un equilibrista entre lo alto y lo bajo, entre la sublimidad aristocrática y la bufonería descarada, que aquí se ofrece en sus conmovedores tientos. Así, este prototipo -de nuevo de Prada-Samper- de lo que luego Canetti llamaría el "testigo oidor", genio del camuflaje y orquestador de encuentros decisivos, luce aquí una ingenuidad fundante desde la que calibra su determinación para demostrarse a sí mismo que va a merecer la pena empuñar la pluma.

Años antes de la Revolución francesa, del drástico cambio de mundo y el nacimiento de una humanidad desplegada a la que años después Chateaubriand, en las más desconsoladas páginas de sus Memorias de ultratumba, le vislumbrara una nueva muerte, por turnos, "un hombre detrás del otro" ya sin el cobijo de la esfera celeste, Boswell todavía busca, en sus encuentros con Rousseau y Voltaire, alzarse sobre el mundo. Y lo hace tomando una posición tan cerca del esnobismo como de la íntima necesidad de ponerse a prueba en el trato con personalidades distinguidas, aunque haya diferencias sustanciales entre ambas citas que abundan en la singularidad e indefinición del momento vital en el que Boswell las encara.

De esta manera, ante Rousseau, que sólo poco antes había alcanzado la popularidad gracias al encadenado de La nueva Eloísa, Emilio y El contrato social, comparece el joven Boswell como ante un oráculo al que pedir consejo sobre su desarraigo e indecisión. El hombre importante, cuya vida personal ya era público que se hallaba en profunda contradicción con su ideario liberador y reformista, resulta así elegido para recibir respuestas ante "circunstancias serias y delicadas", lo que baña al esquivo filósofo de una luz singular, apartándolo en cierta medida del desapasionamiento del testigo neutral. Esa distancia, esa dilatación, hace acto de presencia frente a Voltaire, cuyos encuentros y vaivenes sí responden a la manifestación de la proxémica del "hombre importante". Ante el filósofo altivo, rápido, agudo y casi británico -así lo llega a calificar Boswell por su brillantez aliñada de extravagancia-, el joven mitómano y secretamente atormentado despliega esa sutil delicadeza cómica que, luego robustecida, caracterizará su inconfundible manera de establecer pasajes entre vida y literatura.

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