Nueve cuentos malvados | Crítica

Canapés malvados

  • A la espera de la presentación planetaria de la secuela de 'El cuento de la criada', Salamandra entretiene la espera de los seguidores de Margaret Atwood recuperando un antiguo y estupendo volumen de cuentos de la autora canadiense

La escritora canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939).

La escritora canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939). / D. S.

El próximo 10 de septiembre, el National Theatre de Londres acogerá un acto que será simultáneamente emitido por televisión en hasta mil ciudades del mundo. No se tratará del inicio de la enésima gira de los Rolling Stones, ni del regreso de otra estrella del rock recién exhumada del geriátrico, sino de la presentación planetaria de The Testament, la secuela de El cuento de la criada de Margaret Atwood.

Si ya en el momento de su aparición en 1985 esta inquietante fusión de distopía y feminismo fue saludada como un clásico instantáneo, habría que esperar al estreno en 2017 de la serie de su mismo título para verla ascender a los puestos de superventas por encima de Stephen King y Harry Potter, éxito al que contribuyó también la irrupción de Donald Trump en la Casa Blanca.

Desde que se prometió un segundo volumen donde se consignarían los nuevos ultrajes y atrocidades a los que las mujeres son sometidas en Galead, la teocracia futura de la novela, los lectores se han dedicado a limarse los dientes con cualquier otra de las obras de su autora que han conseguido llevarse a la boca, sin importar el tamaño o las calorías que les pudieran aportar. Dentro de esta estrategia de calmar el hambre a base de canapés es en donde hay que enmarcar el reciente lanzamiento en España de Nueve cuentos malvados, una antología de textos breves que vio la luz originalmente en una fecha ya tan distante como 2014 con el título de Stone Mattress.

En un apéndice situado al cabo de la recopilación, Atwood hace un par de aclaraciones. Nos explica que lo que presenta no son tanto short stories como tales (el matiz se pierde en castellano, pero viene a ser más o menos que lo que ella escribe son cuentos, en el sentido de Caperucita o los Grimm, más que relatos en la estela de, digamos, Raymond Carver y los narradores breves yanquis), porque el cuento, entendido en su acepción infantil, folclórica, mítica, posee un elemento de imaginación creativa del que la short story, a menudo apegada al retrato simiesco de la realidad, carece.

Donde otros incurren en la jeremiada supuestamente sesuda, Atwood envuelve su crudeza en un humor liberador

En sus cuentos, la autora no ha querido limitarse a reflejar tejidos sociales, costumbres, cuitas del cuerpo y del alma de las que asuelan a cada hijo de vecino (cosa que, por otro lado, se le da bastante bien), sino que ha pretendido añadirle peso, dimensión metafísica, situándolos sobre un horizonte de sentido mucho mayor, más antiguo y sólido, el que rodea a los sempiternos mitos y presta su existencia a hadas, trasgos, vampiros, muertos vivientes. La segunda aclaración que incluye el epílogo es que la mitad de los cuentos tuvieron vidas anteriores y le fueron encargados a la autora por periódicos o antólogos con páginas que rellenar.

A sus 80 años, Margaret Atwood es la escritora canadiense de mayor proyección mundial, distinción que se ha ganado gracias a un buen puñado de méritos de los que estos cuentos pueden dar ejemplo. En primer lugar, está la ironía: es la suya una visión de la vida de una peculiar mordacidad, siempre atenta al grado de ridículo que las situaciones pueden revestir y el lado más grotesco de los personajes, con el acierto de no cargar las tintas. Porque lo que en otros podría degenerar (y degenera) en una suerte de denuncia sosa, de descalificación, de jeremiada presuntamente sesuda, en Atwood suele contener grandes cantidades de un humor liberador que, pese a la crudeza de lo narrado, nos hace elevarnos de la página con una sonrisa en los labios.

Las otras virtudes, unidas a la primera, son el don de la observación, del detalle, el ingenio del retruécano; el sentido del estilo, cada vez más ausente en las nuevas generaciones de narradores americanos y, por extensión, internacionales; la imaginación, a menudo emparentada con el ámbito fantástico, maravilloso y también macabro.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Una breve recensión de las principales tramas servirá para hacer patentes (en parte) las cosas que digo. Si bien la edición española no respeta la disposición original, el libro se abre con tres relatos interrelacionados (Alphinlandia, El aparecido, La Dama Oscura) donde se nos presenta a un patético poeta de la tercera edad que no merece el éxito del que disfruta, a una antigua novia que ha logrado la inmortalidad vendiendo como churros novelas estúpidas sobre elfos y orcos, y a su actual esposa, mucho más joven que él, consagrada a sacarle todos los cuartos que le permitan el decoro y las leyes.

La vejez, con su cuota de trastornos, dolores, esperanzas frustradas y eufórica indiferencia por la imbecilidad generalizada del presente, es una constante a lo largo de todos los títulos. Comparece también en La mano muerta te ama, sobre otro escritor, que compuso de pura chiripa un éxito masivo de ventas cuando era joven y que, ya terminal, sigue arrastrando la ignominiosa fama de aquel logro. O en Colchón de piedra, que da título a la recopilación original en inglés, una historia de venganza en la que una viuda asesina, también septuagenaria, busca castigar al hombre que la humilló sexualmente 50 años atrás.

Interesantes también, aunque quizá menos logradas, son El novio liofilizado, que promete lo que anuncia, y Lusus naturae, una variación sobre el tema eterno del niño deforme, el rechazo social, el caserón en la colina y los vecinos que enarbolan antorchas. A la eficacia del conjunto no es ajena, por cierto, la excelente traducción de Victoria Alonso, que sabe recoger los matices idiomáticos del original y hacer que no se pierdan sentidos subalternos.

Si la televisión ha ayudado a muchos a conocer a Margaret Atwood, bienvenida sea. Esta recopilación es la ocasión perfecta para que comprueben que su universo contiene muchas cosas más (y más divertidas, y próximas, y afiladas) que túnicas rojas.

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