Literatura

Marta Sanz: "Una democracia de calidad no es posible si no se toma conciencia del pasado"

La escritora Marta Sanz (Madrid, 1967).

La escritora Marta Sanz (Madrid, 1967). / Martín Alipaz (Efe)

Marta Sanz, una de las escritoras más relevantes del actual panorama literario español por su mirada profunda e incisiva, publicó su última novela, pequeñas mujeres rojas (en Anagrama, y así, con el título todo en minúsculas), días antes de que se declarara la pandemia. Ahora, el libro está más cerca del lector con la reciente apertura de las librerías. De su libro y del momento actual habla la autora de títulos como Monstruas y centauras, Clavícula, Susana y los viejos o Farándula, novela que le valió el Premio Herralde de Novela. 

-¿Cómo está viviendo esta situación?

-No sé cómo responder a esa pregunta. Algunos días me siento serena, estoy tranquila y me digo, risueña, que empiezo a ser víctima del síndrome de Estocolmo. Otros días tengo unas ganas locas de salir y de recuperar el tiempo perdido. Siento angustia y una pena enorme por todas las personas que han muerto solas. Otros días, me obligo a transmitir alegría, porque, al fin y al cabo, a mí no me ha golpeado directamente el horror. Otros, me siento mezquina por preocuparme por mi novela, que se quedó congelada nada más salir. Otros, me digo que tengo derecho a conservar mis ilusiones y luchar por las cosas en las que siempre he creído.

-¿Cree que después de mostrarse o de constatarse la fragilidad humana y el hecho de que la muerte está ahí, cambiaremos algo o seguiremos igual?

-De algún modo, su pregunta y mi respuesta están empapadas por el tono de la respuesta anterior: a veces pienso que nuestra vida cambiará de arriba abajo y otras que no cambiará absolutamente nada. El problema es que no sé cuál de los dos pronósticos es el deseable, o cuál de los dos me da más miedo. Nuestra normalidad era la crisis, pero hoy, desde nuestra casa, hasta esa normalidad, crítica y perdida, se recuerda con nostalgia. Incluso con una sensiblería que puede ser contraproducente. En todo caso, la conciencia de una fragilidad que no es sólo nuestra, sino que crea conciencia de grupo, es la que nos hace fuertes y la que me lleva a pensar que una ética y una política de los cuidados es nuestra única posibilidad. En cuanto a la conciencia o la proximidad de la muerte, siempre nos ha acompañado, pero en este momento sólo me interesa pensar en ese tema en términos de desigualdad o en términos políticos.

-Unos ayudan y aplauden, otros delatan o denuncian a sanitarios por verlos como posibles contaminadores. ¿Cómo lo ve? Precisamente en su última novela habla de esto también, de la figura del delator...

-En pequeñas mujeres rojas se plantean preguntas sobre el significado de las palabras y los modos de representar la realidad: eso forma parte del oficio de quienes nos dedicamos a escribir. También se apunta hacia la idea de que, a veces, pensar en términos absolutos y universales es malsano: por ejemplo, decir "las guerras son malas" es un pensamiento verdadero, incluso obvio, gastado por repetido, pero que no aporta nada y emborrona la posibilidad de otras preguntas que sí nos ayudarían a aprender: ¿quién inicia las guerras?, ¿con qué intereses?, ¿contra quién?, ¿quién gana?, ¿quién pierde?, ¿cómo los vencedores dosifican su victoria o sus métodos de represión? En la novela aspiro de algún modo al sueño de una lengua común, como decía Adrienne Rich, y por eso el libro da vueltas a la idea de que lo que, bajo unas determinadas condiciones políticas se llama "delación", en otras se llama "conducta cívica": la acción es la misma, pero la manera de nombrarla no. Con la representación de la violencia contra el cuerpo de las mujeres sucede lo mismo: en el imaginario cultural heteronormativo, violaciones, asesinatos y raptos de mujeres se formalizan a través de un estilo atractivo, sensual, mórbido, que puede acabar colgado en la pared de un salón. Obviamente quienes denuncian a los posibles contaminadores y pretenden expulsarlos de sus comunidades de vecinos me parecen seres insolidarios que no tienen ninguna justificación, moral ni política, para hacer lo que hacen: en este caso su conducta no es cívica, pero tampoco son delatores porque el sistema, en este momento, aspira a proteger a los héroes y las heroínas de la sanidad. Y a los reponedores y cajeras de los supermercados.

-Volviendo a la novela, con la que cierra la trilogía del detective Zarco, tras Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás, usted hace una reflexión sobre la memoria histórica y la violencia, en especial contra las mujeres, en un relato protagonizado por Paula Quiñones que viaja a Azafrán para localizar fosas comunes de las víctimas de la Guerra Civil. ¿Qué ha querido contar?

-He querido contar que una democracia de calidad no será posible hasta que no tomemos conciencia de que el pasado forma parte de nuestro presente. De la mala memoria y de la memoria mala. De la diferencia entre expresar conocimientos, expresar opiniones o decir mentiras para deformar el pasado y hacer daño en el presente. De que a veces los asesinos ganan e imponen sus códigos. Y que esos códigos terribles terminan pareciéndonos normales y formando parte de nuestros deseos: por eso algunas mujeres, fuertes y valientes, se aniñan y se hacen pequeñitas en sus relaciones sentimentales. Se dejan chupar la sangre pensando que viven un amor de verdad, un amor de película. También he querido hablar de una sociedad y de un sistema intrínsecamente violentos que se ceban contra las y los más débiles. Y, por supuesto, he querido contar cómo cada lectora se apropiará de este libro en función de sus experiencias y de su propia vida.

-¿Por qué una novela con tintes negros, de misterio o góticos para contar este relato?

-La novela es profundamente política. Aspira a serlo. Esta novela se relaciona con mis poemarios sobre la carne, la mujer y la memoria. Además nace del presentimiento de que la ficción es verdad, de que los relatos se nos meten en la carne; por eso juega con diferentes géneros, especialmente el negro y el terror, el cuento de hadas y el western, y lo hace a partir de una premisa muy optimista: la de que la literatura no sólo refleja la realidad, sino que además puede construirla. Es importante. Se nos mete dentro y actúa como una maza contra nuestros prejuicios. O al revés: los solidifica. Leer no es siempre un acto subversivo; a veces, leer es una acción adormecedora o asertiva respecto a una realidad injusta.

-¿Por qué el título en minúscula?

-Para reivindicar la literatura como territorio de juego y transgresión. La literatura no es el territorio de lo correcto, sino de lo que se estira, se deforma, se saca del contexto previsible, para que otras realidades nos interpelen y podamos conversar con ellas. Es una manera traviesa de cuestionar el canon. Por otro lado, la "p" minúscula subraya, desde el punto de vista del significado, la pequeñez de Paula que se hace más pequeñita todavía, como Alicia después de haberse comido la galleta, cuando se enamora. Una mujer fuerte, valiente, inteligente, se pone en peligro, revela toda la fragilidad de su cuerpo, en la vivencia del amor.

-¿Cree que como consecuencia de esta crisis los derechos de las mujeres podrían dar un paso atrás?

-Temo que la violencia económica de esta crisis acentúe la violencia económica que ya se ejerce contra el cuerpo de las mujeres en el trabajo y en la ausencia de trabajo. Y además pienso que esa violencia económica es indisoluble de un imaginario cultural que configura el espacio de nuestra intimidad y que nos transforma en seres vulnerables.

-En su libro se reclama leer "despacio". ¿Cómo está viendo el ruido que hay en este momento y la propagación de bulos?

-Me da miedo cómo nos están robando las palabras. Cómo la libertad sólo se asocia a la libertad de mercado o cómo la libertad de expresión se solapa torticeramente con la mentira, el insulto, la denigración o la amenaza más desfachatadas. Cómo se relacionan puritanismo y feminismo, cuando las feministas españolas han luchado toda la vida por salir del corsé de una moral represiva nacionalcatólica.

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