Un hijo de nuestro tiempo | Crítica

Nazismo en vena

  • Admirado por Zweig, novelista y dramaturgo tardío, el austrohúngaro Von Horváth transmite lo que sucedía en vísperas de la hora trágica de Europa

Catedral de Berlín en 1937, celebración del 700 aniversario de la ciudad.

Catedral de Berlín en 1937, celebración del 700 aniversario de la ciudad.

Si Un hijo de nuestro tiempo refleja cómo la ideología nociva se inocula en un joven en los años del nacionalsocialismo, la propia vida del autor austriaco de origen húngaro, Ödön von Horváth (Rijeka, Croacia, 1901-París, 1938), también refleja la vicisitud política y moral de su tiempo. De hecho, su fecha y lugar de nacimiento son el testimonio del mundo de ayer al que Stefan Zweig, admirador de Horváth, dedicó sus emocionantes memorias.

La hoy Rijeka fue antes Fiume, en Istria, una región liminar y mestiza (entre Italia, Croacia y Eslovenia), pero que a primeros del XX, igual que Trieste, aún formaba parte del fabuloso paño de razas, lenguas y territorios del Imperio Austrohúngaro. Horváth murió en París en 1938. La causa de su muerte fue trágicamente absurda. Mientras paseaba por los Campos Elíseos, una fea tormenta causó un rayo sobre la rama de un árbol, que se desprendió y cayó sobre un viandante que atendía al linajudo nombre, entre alemán y húngaro, de un tal Ödön von Horváth.

Dramaturgo y novelista tardío (nos lo recuerda la traductora Isabel Fernández en su magnífico epílogo), Ödön von Horváth había huido de la Alemania nazi en 1933. Sus libros fueron ceremoniosamente quemados (lo propio para quien era parte de la "lista de escritores nocivos e indeseables" redactada por los nazis). Huyó a Viena, hasta que en 1938 tuvo que abandonar Austria ante su anexión por el III Reich (el Ausschluss). Tras una breve escala en Budapest y en Amsterdam, marchó a París, donde albergaba el sueño de cruzar el Atlántico rumbo a Estados Unidos. Pero en París, justo cinco días antes de aparecer su novela Un hijo de nuestro tiempo, murió accidentalmente por la antedicha fatalidad.

A Horváth se le consideró más como un importante autor teatral en lengua alemana. Pero sus piezas para las tablas no hallaron al final el eco debido en una época hostil para el librepensamiento. Por eso, desconfiado de sí mismo, escribió tardíamente sus obras en prosa, caso de Una juventud sin Dios (1937) y de Un hijo de nuestro tiempo (hay una tercera novela, El eterno burgués, más desconocida y no publicada aún en España).

Portada de la obra editada por Nórdica. Portada de la obra editada por Nórdica.

Portada de la obra editada por Nórdica.

En cierto modo Un hijo… es una suerte de continuidad de Una juventud sin Dios. En ésta, Hortváh pone voz en primera persona -la voz narrativa es esencial- a un profesor de una especie de campamento paramilitar, en donde se educa a los jóvenes para la guerra y los valores patrióticos. Hay quien ha visto en esta obra algo similar a lo que el director de cine Michael Haneke deslizó a su modo en La cinta blanca: la sutil inoculación del totalitarismo en edades tempranas.

El protagonista de Un hijo de nuestro tiempo hereda la educación marcial del nacionalsocialismo. El ejército acaba siendo la salida profesional de un joven frustrado por la indolencia, el vacío familiar y, sobre todo, el paro (en Alemania de los 6.013.612 parados que había en enero de 1933 se pasó en 1936 a un total de 1.491.200 trabajadores que percibía varios tipos de subsidios).

Horváth transcribe sutilmente en esta obra -no obstante directa y áspera a veces- lo que sucedía en vísperas de la hora trágica de Europa. El joven soldado combatirá como voluntario en una guerra innombrada. Es la guerra civil española, y el frente sobre el que se narra la acción es el del País Vasco, donde tiene lugar el despiadado bombardeo de Guernica. Herido grave en un brazo, regresará a Alemania, aunque no le estará permitido hablar de esta "guerra silenciosa" (el nazismo había prohibido públicamente que se comentara nada sobre los voluntarios alemanes destinados a España).

Se incide mucho en cómo Hortváh conjuga el habla del joven soldado con el lenguaje militarizado que impone, como añadida educación de las conciencias, el estado nazificado. Pero, respecto al estilo, uno valora más lo que Isabel Hernández indica con acierto. Los acontecimientos están relatados desde la mente del protagonista. El lector debe adentrarse en ella para poder seguir el hilo de la lectura. Al final de la novela, el soldado ya licenciado (y medio tullido para lo venidero), aprenderá por sí mismo que el patriotismo y la educación vertical no es más que una fanfarria hueca ("Si hoy me encontrara conmigo tal y como era antes, creo que podría matarme a palos a mí mismo").

Pero hasta la caída del caballo, se nos había mostrado cáustico, misógino, deshumanizado y misántropo. Y no es que después mejore demasiado. Todos los personajes (el capitán de la compañía en la que sirve, la esposa de éste, la chica que atiende en la taquilla de un parque de atracciones, su cambiante padre), forman parte del hilo de un gran mal entendido. La novela, jergal y lírica a un tiempo, nos desazona tanto como nos mantiene en vilo. A uno le ha recordado en parte la juventud machacada, siniestra y cínica de Viaje al fin de la noche de Céline. 

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