Un sol inocente | Crítica

Tiempo que arde

  • En 'Un sol inocente' se recoge una parte sustancial de la poesía de José Daniel M. Serrallé; una poesía profundamente vital y caballerosamente, pausadamente melancólica

Imagen del poeta sevillano José Daniel M. Serrallé

Imagen del poeta sevillano José Daniel M. Serrallé

Bajo el título de Un sol inocente se ofrece una amplia muestra de la poesía de José Daniel M. Serrallé, recogida, hasta el momento, en tres títulos: Salón de Embajadores, Luna en la niebla y Aves nocturnas. A dicha muestra se añaden ahora diez poemas inéditos, germen acaso de un futuro poemario, y que no hacen sino coronar un largo empeño, de abrupta e indisimulada coherencia. ¿Cuál es esta coherencia, no exenta de dificultad, que atraviesa la obra de Serrallé y le concede una extraña imparidad, una imparidad angulosa, poliforme, de apariencia inconcreta, pero cuya nervadura última es clara y traslúcida como un mármol de Paros? Ya sea bajo la especie del himno, ya oculta tras la solemnidad elegíaca, en los versos de Serrallé alienta una alegría feroz, o si lo prefieren, duerme un elegante y desesperado vitalismo.

el linaje poético de Serrallé incluye a Baudelaire, a Keats, a Rimbaud, pero también a Borges, a Cernuda, a Gil de Biedma, a Francisco Brines, a su amigo y mentor José María Álvarez

En el excelente prólogo de Ignacio F. Garmendia, nuestro admirado compañero de armas en las lides críticas y opinativas de esta casa, quedan señalados suficientemente, tanto el linaje poético de Serrallé (un linaje que incluye a Baudelaire, a Keats, a Rimbaud, pero también a Borges, a Cernuda, a Gil de Biedma, a Francisco Brines, a su amigo y mentor José María Álvarez), como el carácter arcádico de una parte sustancial de su poesía. Este asunto nos lleva, de inmediato, a la cuestión de la melancolía en la obra de José Daniel M. Serrallé; pero nos lleva, de modo más preciso, a la forma en que dicho impulso se articula. Recordemos que el “Et in Arcadia ego” del Guercino, lema sugerido por el papa Rospigliosi, Clemente IX, es un lema aleccionador, un lema de impronta barroca, que nos advierte de que, incluso en el Paraíso, la Muerte se enseñorea y acecha. De ahí se deduciría, sin dificultad, cierta iconografía de la vanitas, cierta aflicción por la inutilidad del todo, que desde entonces penetra el gesto melancólico. Pero no es esta la melancolía que cruza, a buen paso, los poemas de Serrallé. Lejos de la parálisis barroca -”vencida de la edad sentí mi espada./ Y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte”, escribe Quevedo, apenas comenzada la treintena-; lejos de esta añoranza por lugares y hombres que el tiempo devoró resueltamente, en la poesía de Serrallé dicha nostalgia se obra, dicho deseo se instruye en el acto mismo de vivir, con la vaga esperanza de que en ese gesto, el ayer mismo -su calor, su inocencia, su confusa alegría-, se reproduzca y viva a nuestros ojos.

No se trata, por tanto, de la magdalena de Proust, autor muy admirado por el poeta. No se trata de su técnica de libre asociación, que deja intacto el pasado, pero nos devuelve, por un momento, su aroma. Se trata, si se me permite decirlo así, de un insólito mecanismo de reproducción, a través del cual (H. G. Wells no está muy lejos tal empeño), el esplendor pretérito recobra, pero no siempre, su corpulencia. La condición necesaria es vivir: vivir a ultranza, emocionadamente, tiempo que arde en nuestras manos. La condición suficiente, un azar que el poeta aguarda, pero cuya comparecencia ignora. Todo lo cual nos lleva a un segundo giro anómalo en la poesía de Serrallé, también señalado por Garmendia, pero que nos parece de singular importancia. Dicha anomalía es de carácter intelectual y viene estrechamente vinculada a la poesía de Luis Cernuda: la frase larga, compleja, elaborada de Serrallé, implica una meditación, encierra un pensamiento, también complejo.

No es sólo, repito, la emoción, de naturaleza estética, por el mundo que vertiginosamente se pulveriza y vuela ante nosotros. Es la constante indagación por el modo en que dicha fantasmagoría se opera, y por la forma en que participamos de tal espejismo. Es este mismo impulso de saber, de aprehender, el que empuja al poeta hacia la vida. La vida, ya lo hemos dicho, como torpe conjuro, como hechizo insuficiente, pero necesario, donde todas las edades, donde todos los nombres, se reúnen. Entonces, el poeta, lejos de ser el médium que presumían los románticos, es un claro pastor que trae su vida sobre sí, y junta al amor, añade a la amistad, el disperso rebaño de la belleza, el dolor y el sueño.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios