El año del hambre | Crítica

El ejército blanco

  • El finlandés Aki Ollikainen firma una obra estremecedora y contenida en 'El año del hambre', donde se narran las enormes penurias que afligieron aquellas latitudes en el 1867

El escritor finlandés Aki Oliikainen.

El escritor finlandés Aki Oliikainen. / D. S.

Sólo muy modernamente se ha comenzado a considerar el clima como un factor importante en la Historia. Hace unas semanas, el Imperial College de Londres sugería que fue la erupción del volcán Tambora, en abril de 1815, la que provocó la derrota de Napoleón en Waterloo, debido a las grandes lluvias y a la impentrable oscuridad, plagada de relámpagos, que el volcán trajo sobre Europa y que se abatieron sobre el ejército del Sire.

Fue esta misma erupción, como es sabido, la que originó "el año sin verano" (1816), en el que verían la luz, junto al lago Ginebra, El vampiro de Polidori y el Frankenstein de Mary Shelley. Lo cual implica, en primer término, que el clima es un agente de enorme relieve en la actividad humana; y en segundo término, que el hombre no sabido valorarlo así al describir su paso -su azaroso paso- sobre el mundo.

Esta novela Ollikainen, angustiosa y sucinta, describe el que parece ser un año atroz (1867) en la historia de Finlandia. La marcha de gente humilde y desvalida a través del frío, huyendo de sus granjas, en busca de algún alimento, viene narrada por Ollikainen con un doble artificio: una despiadada piedad, en la que los personajes sufren y se consumen, como pequeños copos en la ventisca; y una economía de medios en la que se sustancia cierta forma de lirismo que huye, con determinación, del melodrama.

En este sentido, podríamos decir que El año del hambre es una novela anti-barroca, por cuanto elude aquella abundante gestualidad que buscó la emoción del espectador, y que lo incitaba a la conmiseración y lo abismaba en la culpa. Sin embargo, esto no es del todo cierto. El mismo impulso que ha movido a Ollikainen a redactar estas páginas, es el que impulsaba a quienes, entonces, dieron fe de un inmenso infortunio, cuyo origen hay que buscar en las guerras, en la hambruna, en las sucesivas pestes que asolaron Europa y que llenaron de aflicción y temor a sus habitantes.

Recientemente, Geofrey Parker ha llamado El siglo maldito al siglo XVII por esta conjunción aciaga de adversidad climática y hostilidad política (ayudada por una consecuencia obvia de entrambas: la peste), cuyo resultado último no es tanto una estética determinada, cuanto el terror sin fin que le dio origen.

Para el hombre de hoy, acaso sea difícil concebir cuánto de ese miedo, cuánta de esa fragilidad, se encierra en el título de Calderón, La vida es sueño. Pero es esta misma cualidad fantasmagórica de la vida: su irrelevancia, su crueldad, el carácter caprichoso y volátil de nuestra existencia, la que ha sabido reproducir Ollikainen, hasta el extremo último del terror pánico. Vale decir, hasta ese umbral donde el hombre se reconoce, ante una Naturaleza hostil, como una brizna sin nombre.

Repito que sólo en época reciente la Historia ha tenido en cuenta esta evidencia, que estaba ya en Bodin, pero que ha llegado al XX apenas sin desarrollarse. Sin duda, en Delumeau o en Caro Baroja encontramos ese miedo al mal de ojo que produce impotencia, enferma al ganado y malogra las cosechas.

Pero el clima como estudio autónomo debemos referirlo, en primer término, a Fagan y La Pequeña Edad de Hielo. Por otra parte, y en cuanto a precedentes literarios, sería fácil vincular la temática de este El año del hambre al Decamerón, a El año de la Peste de Defoe, a El maestro Juan Martínez que estaba allí, de Chaves Nogales, y a un abultado número de obras, nacidas con las grandes guerras mundiales, en las que a la adversidad climática, a la escasez de alimentos, hay que añadir, en un lugar preeminente, la maldad humana.

Aquí, en Ollikainen, la maldad humana es sólo una forma degradada y brutal de la desesperanza. Y tampoco hay lugar en estas páginas para el heroísmo o la épica. En El año del hambre se dramatiza, con abrumada contención, aquel adagio de Laplace que consideraba a Dios como una hipótesis innecesaria. Quiere decirse, pues, que las criaturas que pueblan estas páginas aguardan su disolución como quien acepta, resignadamente, el meteoro.

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