Cultura

La ciudad de los prodigios

  • Entre la historia y la leyenda, la obra maestra de Leo Perutz nos transporta a la disparatada corte del emperador Rodolfo y recrea, como en una fábula, la rica tradición judía de Praga.

DE NOCHE, BAJO EL PUENTE DE PIEDRA. Leo Perutz. Trad. Cristina García Ohlrich. Asteroide. Barcelona, 2016. 288 páginas. 18,95 euros.

De nacionalidad austriaca, larga residencia vienesa y estirpe sefardita, Leo Perutz -o sea, Pérez, como se llamaban sus ascendientes toledanos- fue un autor muy celebrado en los años de entreguerras y debe buena parte de su prestigio posterior, además de a su indudable talento, a la admiración que le profesaron lectores tan cualificados como Borges o Calvino. Oficinista como su coetáneo Kafka -ambos trabajaron por una temporada, aunque en distintas ciudades, para la misma compañía de seguros- y escritor como él en lengua alemana, Perutz podría ser catalogado como autor de novelas históricas, pero su tratamiento del género dista de ser convencional y se distingue tanto por la precisión del lenguaje y las estructuras narrativas como por el uso de ingredientes populares o fantásticos. Dada a conocer en 1953, aunque su gestación se remonta a la década de los veinte, De noche, bajo el puente de piedra fue la última de las novelas publicadas por Perutz -póstumamente vería la luz El Judas de Leonardo, gracias a su amigo y albacea el también escritor Alexander Lernet-Holenia, de quien Asteroide ha traducido El estandarte- y ha sido considerada por los críticos su obra maestra.

Dividida en catorce relatos -más un epílogo situado siglos después- que pueden leerse de modo independiente pero aparecen interconectados por la reiteración de escenarios y personajes y otras muchas correspondencias, la novela de Perutz está ambientada en la Praga del finales del siglo XVI y comienzos del XVII, famosa sede de la corte del emperador Rodolfo II en la que se incubaron muchas de las leyendas que han dado prestigio literario a la ciudad centroeuropea. La historia de fondo es, en realidad, una sola, pero el autor optó por deconstruirla en episodios que rompen la secuencia cronológica y únicamente al final permiten la visualización completa de los hechos. La propia corte -donde en palabras del embajador español "lo extraordinario es cotidiano y a nadie sorprende"- o el viejo barrio judío, con sus callejones estrechos y sus viviendas como amontonadas, separadas o unidas por angostos pasajes e inextricables galerías, son los lugares por los que deambula un puñado de personajes inolvidables cuyas peripecias están relacionadas con la figura del emperador o la del comerciante y prestamista Mordejai Meisl, banquero de inmensa fortuna que financiaba bajo cuerda al monarca a cambio de honores y privilegios vedados a la raza proscrita.

De un lado, entonces, el melancólico y extravagante Rodolfo de Bohemia, cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico, un mecenas manirroto y acosado por las deudas, aficionado al arte, los autómatas, los gabinetes de curiosidades o los arcanos de la alquimia, protector de astrólogos y nigromantes, secretamente enamorado de una mujer casada. De otro, el judío Meisl, tardío benefactor de sus hermanos de religión, que se encuentra con aquel una sola vez, ya al final de su vida, disfrazado de carnicero. Dos mundos radicalmente distintos que Perutz recrea y retoma, como a fogonazos, de la mano de otros personajes no menos memorables. Entre los históricos, el gran rabino Loew, a quien se atribuye la creación del Golem, sabio cabalista que desempeña un papel fundamental en la trama; el matemático y astrónomo de la corte Johannes Kepler, sucesor de Tycho Brahe, tan pobre que se ve obligado a ganarse la vida haciendo horóscopos en los que no cree; el todopoderoso mayordomo real Philipp Lang, hombre fuerte de la monarquía, o el futuro caudillo Wallenstein o Waldstein, que se distinguiría en la Guerra de los Treinta Años. Y junto a ellos, los notables del ghetto o los nobles bohemios enzarzados en disputas políticas, teológicas o sentimentales, una entrañable galería de personajes del pueblo como ese antiguo bufón, heredado por Rodolfo de su padre y predecesor Maximiliano, que ejerce ahora como fumista, o la pareja de cómicos ambulantes a los que se aparecen los fantasmas de un grupo de niños víctimas de la peste.

Pertuz describe un universo mágico, pero de contornos bien reales, que si en el caso de la corte está marcado por las caprichosas excentricidades del emperador, deslumbra cuando trata de los devotos de la Torá por un riquísimo acervo de historias, tradiciones y mitos, inserto en la vida cotidiana que asume los prodigios -los perros hablan, comparecen ángeles, los azares siguen designios misteriosos- como algo natural, inseparable de la propia existencia. Un aire de fábula tiene también el tono que emplea el narrador, que se sirve de recursos de los cuentos populares para dar una impresión de inocencia, matizada por la ironía. Hay en fin, o puede intuirse, una cierta nostalgia por el viejo barrio judío que Perutz llegó a conocer antes de su demolición, a la que se refiere en el citado epílogo. Poco queda del laberinto que fueron sus calles, pero aún hoy permanece el puente asociado a la maravillosa historia de los amantes que se citan en sueños, al conjuro del gran rabino que ha logrado que se abracen el rosal y el romero. Unidos, como aquellos en la distancia, por el cálido aliento de la brisa junto al río.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios