Correspondencia escogida | Crítica

El filósofo por antonomasia

  • La ‘Correspondencia escogida’ de Schopenhauer se puede leer como un apasionante relato psicológico con un protagonista claramente perfilado

Arthur Schopenhauer (1788-1860), por J. Schäfer.

Arthur Schopenhauer (1788-1860), por J. Schäfer.

Hace cosa de cinco o seis años, Luis Fernando Moreno Claros (antólogo y traductor de esta Correspondencia escogida) había puesto ya a disposición del lector español unas Conversaciones con Arthur Schopenhauer donde, procedentes de dietarios, memorias, periódicos, actas de diversa índole, nos ofrecía un abanico de testimonios sobre el filósofo de Dánzig y el impacto que su figura, ciertamente singular, había tenido en sus contemporáneos. El volumen (maravilloso volumen) que presento hoy ahonda en la misma veta: bajo el aspecto de una antología de cartas, enviadas o recibidas por el genio en cuestión, se oculta una biografía en regla, un retrato, una novela psicológica abundante en meandros, dilemas, emboscadas, anagnórisis. Cada una de las entradas, ya sea procedente de su propia pluma o de la de alguno de los integrantes de su círculo (su madre Johanna, novelista de renombre en la corte del Goethe de Weimar, su desdichada hermana Adèle, con mucha más sensatez que él mismo, el editor Brockhaus, con el que acabó a palos, igual que con la mayoría de la humanidad que le rodeó) nos acerca a una faceta insólita de este individuo sin par, que por méritos propios (y más después de recorrer semejante antología) habría que saludar como un personaje casi arquetípico, una máscara de la commedia dell’arte dedicada a retratar al filósofo por antonomasia. Schopenhauer, confiesan estas páginas, era todo lo que asociamos a esos seres desaforados y cómicos: inútil para la vida doméstica, oráculo entre ignorantes, amargado y clarividente, convencido de su inmortalidad en el barro a través de libros que no interesaban a nadie.

Aunque recoge sólo una parte del monto original de correspondencia que nos ha llegado, la presente selección recorre la práctica totalidad de la vida de Schopenhauer y sirve para ilustrar suficientemente los principales hitos que la marcaron. Asistimos así a su juventud viajera por Francia e Inglaterra, en pensionados a los que su padre lo envió para hacer de él un comerciante de éxito, a las primeras dudas estomagantes y la elección final de la carrera filosófica; la redacción y el parto de la obra de su vida, El mundo como voluntad y representación, que él consideraba la cumbre última del genio humano y que su editor dedicó en su mayor parte a maculatura porque no había Dios que la vendiera; la soledad, el rencor, el odio al prójimo que no reconocía su talento, el desprecio por Hegel y esos otros filosofastros que acaparaban las cátedras; sus peleas, miserables muy a menudo, resultado de desavenencias filiales, pecuniarias, laborales, editoriales, académicas, con su madre, con su hermana, con sus cuatro amigos, con su casera, con su editor, con Goethe, con un consejero áulico que pasaba por allí, con cualquiera; sus intentos, fracasados todos, por convertirse en profesor, en traductor, en best-seller, en persona normal; el tibio reconocimiento que se abre paso poco a poco, como un rescoldo; el triunfo final, cuando ya no importa y es incapaz de borrar el rictus de amargura de la frente y los labios.

He aquí un hombre retratado en su soberbia, inteligencia, indefensión e intransigencia

Cubierta del libro. Cubierta del libro.

Cubierta del libro.

Quien piense que semejante retahíla, que se alarga a través de ochocientas páginas, puede interesar sólo al especialista o al devoto, yerra de una punta a otra. Lo repito: la sucesión de cartas se lee como un largo relato psicológico, como una Bildungsroman goethiana o una de esas novelas, tan comunes en la época, donde la acción se articula en torno al intercambio entre corresponsales. El pensamiento de Schopenhauer es, qué duda cabe, uno de los productos más poderosos y mejor acabados que ha generado la historia de las ideas, pero este centón demuestra con creces que el hombre que lo concibió no le anduvo a la zaga. El protagonista de la narración queda nítidamente perfilado (humano, demasiado humano) en su soberbia, inteligencia, intransigencia, indefensión, sin ser el único carácter en grabarse con contundencia en la memoria. Saltan a la vista las dotes de su madre, Johanna, una mujer cultísima, prudente y de una curiosidad fuera de serie en la época en que le tocó vivir, dirigente de uno de los salones más renombrados del siglo, y, sobre todo, de Adèle, la hermana menor, condenada a la pobreza y a una enfermedad de los nervios que la hacían especialmente comprensiva con todo aquello que Arthur no podía llegar a soportar. También, en fin, sí, es este un libro de filosofía; sobre todo si admitimos esa fórmula de Fichte (al que Schopenhauer también detestaba) según la cual la clase de filosofía que se hace depende de la clase de hombre que se es.

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