El siglo soviético | Crítica

Los restos del Imperio

  • Karl Schlögel propone otra visión de la Unión Soviética en un libro que plasma el pulso de la vida

Tanques en Moscú durante el golpe de 1991.

Tanques en Moscú durante el golpe de 1991. / Andréi Soloviev

No es casual que este libro del sovietólogo Karl Schlögel se abra con la imagen de la barajolka del parque Izmáilovski, en Moscú, uno de los mercadillos de baratijas (antigüedades, ropa de segunda mano, herramientas usadas, cosas, fragmentos de cosas) más pantagruélicos de Rusia que también lo fue del antiguo imperio de la URSS. Durante los años noventa, inmediatamente después de la caída del muro, la barajolka de este rincón moscovita (análoga a la de tantos otros en Kiev o San Petersburgo) constituía una metáfora cabal de lo que habían significado setenta años de comunismo encarnados en el país más extenso de la Tierra: un desguace de signos, piezas descabaladas de aparatos que ya no funcionaban, ruinas y la gloria oxidada de las medallas.

Como muy bien explicita el autor, el siglo XX tiene fama de americano porque nos trajo todo el gran aparato de la cultura del plástico. Pero con la misma justicia podría considerarse el siglo soviético: de 1917 a 1991, el mundo conoció una alternativa en la forma de un orbe cerrado en sí mismo, ceniciento y ensimismado, que, a la vez que protagonizó alguno de los crímenes más horrendos contra la dignidad humana, también acarició sus mayores logros. Schlögel, que ya conocíamos en nuestro país por su también monumental Terror y utopía (Acantilado, 2015), es paladino al respecto: la Unión Soviética fue la sede del gulag, del Gran Hermano y del tiro en la nuca, qué duda cabe; pero también cobijó los parques de ocio y cultura, los torneos de ajedrez, el igualitarismo, la búsqueda de una sociedad más redonda que tuvo que conformarse con retratos ovales.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Articulado en forma de breves artículos temáticos, El siglo soviético funciona como un inmenso fresco de lo que supuso este experimento sociopolítico a todos sus niveles. Consciente de que los acontecimientos históricos han sido ya relatados demasiadas veces, el autor opta por iluminar rincones oscuros que no suelen aparecer en las crónicas, concretamente todos esos apegados a la vida doméstica. Un somero examen del índice permite calibrar el alcance de su tarea: el lector es invitado a adentrarse en las construcciones faraónicas de la era heroica ("Avenida de los entusiastas"), en el lenguaje de las placas públicas y el medallero ("Universos de signos soviéticos"), en las vicisitudes de la Gran Enciclopedia Soviética, transfiguración del saber universal en clave marxista-leninista ("La vida de las cosas"), en los sanatorios para obreros ("Espacios de libertad"), en los catálogos de libros prohibidos ("Big data"), en el culto soviético al atletismo ("Cuerpos") y un largo etcétera más que abarca hasta novecientas páginas.

Si el objetivo del historiador, más que la gesta y el monumento, es captar la vida en su devenir, aquí Schlögel lo ha conseguido con creces: el suyo es un libro tan soviético como, parafraseando el último párrafo de la página 409, dedicada al Parque Gorki de Moscú, "el desfile de la Plaza Roja, la Kommunalka, las colas, el club y la representación de El lago de los cisnes en el teatro Bolshói".

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