Ensayo sobre el estudio de la literatura | Crítica

Elogio de las bellas letras

  • Inédita hasta ahora en castellano, la ópera prima del gran historiador inglés Edward Gibbon defiende con pasión, fervor neoclásico y buenas razones la lectura y el estudio de los antiguos

Edward Gibbon (Putney, 1737-Londres, 1794) retratado hacia 1779 por sir Joshua Reynolds.

Edward Gibbon (Putney, 1737-Londres, 1794) retratado hacia 1779 por sir Joshua Reynolds.

"Tenía la intención de probar con mi propio ejemplo, así como con mis preceptos, que con el estudio de la literatura antigua pueden ejercitarse y desplegarse todas las facultades de la mente", escribió Edward Gibbon en las Memorias de mi vida, refiriéndose al propósito que lo había llevado a defender los beneficios del análisis y la interpretación de los clásicos en una "época filosófica" que a su juicio había descuidado "la literatura y el idioma de Grecia y de Roma". Hablamos de la plena Ilustración, el tiempo de los enciclopedistas y philosophes frente a los que el gran historiador inglés –por entonces un joven caballero francófilo o afrancesado, hasta donde pueden serlo los naturales de las Islas– reivindicaba la labor de los anticuarios, objeto de cierto menosprecio entre los pensadores y hommes de lettres del momento. Lo hacía, en su primer libro publicado, quince años antes de que apareciera, en 1776, el año de la declaración de independencia de los Estados Unidos de América, la primera entrega de la formidable Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, una de las obras más hermosas, inspiradas y aleccionadoras que se hayan escrito nunca, felizmente disponible en los dos gruesos volúmenes de la exquisita edición completa de Atalanta.

Más allá de su erudición, el ensayista fue uno de los prosistas mayores del XVIII

Escrito en el francés de los europeos ilustrados, que era todavía, como recordaba con nostalgia Fumaroli, la lingua franca de la república internacional de las letras, y publicado en Londres en 1761, el Essai sur l'Étude de la Littérature estaba todavía inédito en español y ha visto la luz, acogido al catálogo de Ediciones del Subsuelo, en una esmerada traducción de Antonio Lastra, autor también de una versión de las citadas Memorias, que da muestras de una familiaridad admirable con el siglo, la intención y el estilo de Gibbon, quien más allá de su impresionante erudición fue uno de los prosistas mayores del XVIII. La nueva denominación de érudit, precisamente, pese a su origen latino, se empezó a usar entonces para designar no sin displicencia el oficio de los "sucesores de Lipsio y Casaubon" –es decir de los humanistas del Quinientos, aún no llamados filólogos–, que para escritores tan notorios como D'Alembert, cuyo Discours préliminaire à l'Encyclopédie es expresamente impugnado por el autor del Essai, representaban una forma de sabiduría arqueológica y hasta cierto punto caduca. La ópera prima de Gibbon, nos cuenta él mismo, sin dejar de reconocer los defectos de un trabajo primerizo, "una especie de oscuridad y brusquedad", tuvo más eco fuera que dentro de su país. "En Inglaterra –nos dice– se recibió con fría indiferencia, se leyó poco y se olvidó pronto".

Al contrario que otros eruditos, Gibbon ha tenido una extraordinaria vida póstuma

Pero si la expresión es a veces oscura, por reconcentrada, y la estructura no tiene la solidez de su futura obra maestra, Gibbon ya deja muestras en estas páginas, plagadas de referencias a sus autores predilectos e inspiradas, en lo formal, por el genio de Montesquieu, de buen gusto y excelente criterio, aplicados, como declara en el Aviso al lector, "a librar a una ciencia estimable del desprecio en el que hoy languidece". Esa ciencia, el estudio de la literatura –"es verdad que aún se lee a los antiguos, pero ya no se estudian"– o lo que el propio autor llamaba, en el primitivo título de la obra, las Belles-Lettres, se refiere a los clásicos greco-latinos y queda expresada, muy en consonancia con el espíritu ilustrado, en su idea de la historia literaria, al comienzo mismo del Ensayo: "La historia de los imperios es la de la miseria de los hombres. La historia de las ciencias es la de su grandeza y su felicidad". Con ecos de la secular querelle entre los antiguos y los modernos, Gibbon postula que la figura del historien philosophe necesita del arduo trabajo del literato o anticuario y especialmente de la herramienta, desdeñada por d'Alembert, de la memoria, base del conocimiento. Las notas de Lastra dan cuenta de toda una pléyade de eruditos olvidados, citados y defendidos por el ensayista, que muy al contrario que ellos ha tenido una extraordinaria vida póstuma. La lección de fondo, sin embargo, no ha perdido vigencia, aunque en el panorama actual, marcado por el presentismo, la tecnocracia y la postración de las humanidades, recordar estos debates sea una forma, desde luego fecunda y sobre todo placentera, de entregarse a la melancolía.

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