Cultura

Un estigma de olvido

"Todos los libros llevan / un estigma de olvido...". Lo escribió hace casi treinta años Felipe Benítez Reyes, en un hermoso poema de juventud -Catálogo de libros raros, agotados y curiosos- que leyó la otra noche en Sevilla, como parte de un pregón, el de la XXXVI Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, en el que glosó su menguante bibliofilia y su larga relación con el editor y poeta Abelardo Linares, aunque el gaditano celebró al viejo amigo y al librero de viejo, pues todas esas facetas concurren en un hombre que -como habría dicho otro poeta muy querido por ambos- es menos un hombre que una dilatada mitología. Los libreros de lance sevillanos, que este año han publicado (siempre bajo el sello de la Universidad Hispalense) La novela popular en España de Ramón Charlo, publicaron en ocasiones anteriores -obligado reconocer el buen trabajo de José Manuel Quesada- un puñado de obras muy valiosas que se han convertido en referencias codiciadas por los amantes del libro antiguo.

En efecto, tanto Enfermos del libro (2009) de Miguel Albero, como Un mundo de libros (2010) -obra en marcha de Yolanda Morató, su editora, que reunió a un estupendo batallón de bibliómanos, ella incluida, con un prólogo minucioso y entusiasta de Juan Manuel Bonet-, De rastros y encantes (2011) de José Carlos Cataño y el Catálogo de libros excesivos, raros o peligrosos (2012) de Juan Bonilla, tratan con pasión, conocimiento y buena prosa de los hábitos, los santuarios o las debilidades de la hermandad. Del mismo modo que Bonet o Linares, que lo han leído todo, o que discípulos más jóvenes como el también librero, editor y poeta Abel Feu, Bonilla se ha convertido, a fuerza de fisgar entre los estantes polvorientos o virtuales, en un profundo conocedor de la edad de los ismos, un hurón infatigable que tiene la rara virtud -compartida con otros escritores como Andrés Trapiello- de saber contar sus pesquisas con amenidad, porque no hay nada más deprimente que un bibliófilo sin gracia.

Pero la bibliofilia, ya sabemos, no es sinónimo de amor por la lectura o, menos aún, de respeto por la libre circulación del pensamiento. De Fernando Báez conocíamos su Nueva historia universal de la destrucción de libros (Destino), un libro justa e internacionalmente reconocido, repleto de información valiosa pero acaso poco engrasada, en el sentido de que la abundancia de datos apenas dejaba hueco al discurso. De la mano de Fórcola, podemos ahora acceder a Los primeros libros de la humanidad, un volumen maravilloso que trata del "mundo antes de la imprenta" -no hacía falta el añadido "y el libro electrónico"- donde el ensayista venezolano hace gala de una erudición prodigiosa, de nuevo acumulativa pero ciertamente admirable. El libro de Báez, benemérito activista contra la censura, está dedicado a un librero egipcio asesinado durante la llamada Primavera árabe, lo que nos recuerda una vez más -la citaba él mismo al frente de su Nueva historia universal- la famosa sentencia del poeta Heine, cuya obra sería prohibida por los nazis: "Allí donde queman libros, acaban quemando hombres".

A propósito de los libros, el anecdotario es virtualmente infinito, pero no es infrecuente que nos encontremos con episodios ya conocidos en los títulos consagrados a la materia. Esas reiteraciones, sin embargo, no resultan gravosas cuando el que narra lo hace con buen gusto. La ópera prima de Juan Carlos Díez Jayo, Libros malditos, malditos libros (Piel de Zapa), nació al parecer de un blog -no todos son prescindibles- pero se adecua como un guante al nuevo formato, con capítulos breves y llenos de curiosidades que forman un conjunto fresco, aleccionador y estimulante. No es el menor de los encantos del libro el que su autor, ya no joven, se presente de un modo bienhumorado y nada presuntuoso que lo lleva a definirse como un "lector contumaz" que "si hubiera vivido en la Atenas de Pericles, no habría sido Pericles". De la obra con la que Jorge Carrión ha quedado finalista del Anagrama de Ensayo, Librerías, ya se ha hablado en estas páginas, pero merece la pena volver a recomendarla porque se trata de un recorrido brillante que cita referencias muy prestigiosas sin limitarse a los tópicos consabidos. El elogio de la librería es un género fácil que a menudo calla el hecho innegable de que buena parte de ellas son horrorosas y aportan muy poco a los lectores no acomodaticios, pero por fortuna las excepciones se cuentan por centenares en todo el planeta.

Era así en la Antigüedad y lo fue hasta finales del Antiguo Régimen, pero desde hace siglos no son los libreros, sino los editores, los que hacen los libros. Luego hay editoriales, como la madrileña Trama, especializadas en tratar de ese noble oficio que no atraviesa, como otros más o menos relacionados, su mejor momento. Publicados ambos en la interesantísima colección Tipos Móviles, dos libros casi simultáneos retratan de un modo muy distinto -y en el fondo complementario- las interioridades de la profesión: las inconclusas memorias de Bennett Cerf, Llamémosla Random House, y el combativo La traición de los editores de Thierry Discepolo, editor del sello independiente Agone. Ya el título de este último, con su alusión inequívoca a la famosa obra de Julien Benda, da una idea de su contenido, que adopta una forma más periodística -se asemeja de hecho a un largo reportaje- que ensayística. Por cierto, en fin, que la misma editorial Trama publica una revista, Texturas, que es de lo mejor que se hace ahora en España y especialmente cuando aborda las perspectivas de la edición digital, sobre la que leemos tantas trivialidades por parte de los bobos tecnófilos -que son los peores- o de los nostálgicos, a veces entrañables, de no se sabe qué paraísos perdidos. Porque por mucho que amemos los libros, como nos recordaba Benítez Reyes al final del poema citado, "cualquier vida es mal cambio, verdaderamente, / por unas pobres páginas". Y en todo caso la meta, como escribió para siempre Borges, no puede ser otra que el olvido.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios