LA caricatura limitó la obra de Doris Lessing: etiquetas como feminista o comprometida, ciertas pero insuficientes, deformaron la apuesta de una escritora que prefirió hundir el dedo en la llaga antes que cicatrizar las heridas con prosa limpita y bien resuelta. La suya huía de la corrección: una escritura forjada a golpe de golpes, consciente de que la literatura debe movernos y removernos, asomada a las historias que se tuercen ejemplares.

Para acercarse a Lessing resultan más adecuadas otras contraseñas: molesta, paradójica. Escribió fuera del tiempo y fuera de(l) lugar, al margen de los dictados de sus épocas y lejos de un espacio seguro que garantizase los aplausos, y se recreó en la desubicación: esa no-pertenencia tiñe su obra de un dichoso goce en la rareza. Doris Lessing se adelantó en sus apuestas -declaró con palabras y con hechos que lo personal es político veinte años antes de que se corease el lema- y se le retrasaron los premios, acumulados mientras demostraba que siempre existen caminos sin transitar.

Se empeñó en no hallar sitio, en ir y pensar de acá para allá: el feminismo combativo y real de sus obras, la ideología tangible -porque nacía de la experiencia, de la vida tremenda, y no de los manuales subrayados- soliviantó a quienes desdeñaban la lucha por la igualdad, y a la vez recibió más desdén que eco por parte de quienes -en teoría: demasiada- pensaban como ella. Rechazaba la complacencia: Doris Lessing hacía daño.

Porque en libros capitales como El cuaderno dorado, La buena terrorista o el valiosísimo La grieta, publicado en el año de su Nobel, con casi noventa años, la épica de la mujer equivale a la épica de lo humano. También late el desengaño ante el fracaso de las utopías o la advertencia de que incluso los justos actúan injustos. Esa costumbre de alertarse mientras el resto cruza los brazos y se conforma distingue a los buenos escritores de los maestros. Doris Lessing, la gran incómoda, escribió huyendo: los demás corrían tras ella.