Hegel. El último filósofo que explicó la totalidad | Crítica

De carne y hueso

  • En una heroica tarea, Jacques D'Hont entrega una excelente biografía de Hegel, retratado aquí, en contra de su legendaria fama, como un tipo humano, demasiado humano

Vista parcial del canónico retrato de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) realizado por Jakob Schlesinger (1831).

Vista parcial del canónico retrato de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) realizado por Jakob Schlesinger (1831). / D. S.

En el retrato de Jakob Schlesinger que correctamente ocupa la portada de esta su biografía se ve al inmortal filósofo penetrando al espectador con una acerada mirada azul, el pelo despeinado y venerable, bajo el cuello el forro de una pelliza digna de un mariscal o un alto funcionario prusiano, cargos ambos éstos de los que él estuvo muy próximo en vida. El retrato, convertido en canónico por semblanzas y reediciones, nos presenta al personaje en todo su esplendor: una cabeza egregia, rocosa, sublime, fuente de la más alta filosofía que ha concebido la cultura alemana; una frente despejada tras la que se atesoran las ideas más luminosas que jamás generara un intelecto, entregado a sus juegos, entretenido en el laberinto de sus especulaciones. Hegel fue todo eso y lo sigue siendo. El retrato lo entroniza con toda la solemnidad que se asocia a su nombre, con el eco que despierta a academias, ediciones críticas, cátedras y polvo, con todo el mármol y el metal de la vieja patria prusiana. Si decir Venecia es lo mismo que decir música (escribe Nietzsche), entonces decir Hegel es decir eternidad.

No extraña que con sólo oír ese nombre, o presenciar el dichoso rostro en una carátula, muchos se lleven las manos a las sienes o emprendan directamente la huida. Durante años que ya son siglos, Hegel ha significado lo arcano y lo abstruso, un pensamiento tan profundo como impenetrable al que están llamados sólo los verdaderamente fuertes de espíritu, que no son mayoría. El propio Hegel se encargó de forjarse esa fama de intratable: quedan muestras a destajo de su incapacidad para expresarse con fluidez en el aula o delante de un estrado, y a la hora de escribir (valga la terrible Fenomenología del espíritu), lo hacía circundando a conciencia cada frase de tal cantidad de alambres y minas que apenas es posible llegar sano y salvo a lo que quiere decir. Él fue, de hecho, uno de los responsables de ese parecer tan difundido de que a los filósofos no hay persona cabal que los entienda, de donde filosofar consiste en lo mismo que empalmar frases o palabras sin sentido, cuanto más alambicadas mejor. En relación con lo cual la difunta Pilar López de Santamaría, que fue profesora mía en la facultad, nos decía que para entender a Hegel mejor es leerlo en el original que en traducción, aunque uno no sepa alemán.

Aparte de todas estas dificultades, o quizá precisamente por ellas, nadie discute que la suya es una de las cumbres más soleadas de la historia del pensamiento. Su teoría de la historia, con dos o tres correcciones y adendas, va a ser la que va a desencadenar el marxismo y a nutrir los manuales de la disciplina por más tiempo del que creeríamos a simple vista: sepámoslo o no, nuestra sinopsis del devenir de la humanidad desde el barro y las cavernas hasta la democracia parlamentaria sigue teniendo mucho de hegeliana. Y está, obviamente, su clarividente definición de la lógica dialéctica: el descubrimiento de que el ser es devenir y de que todo se encuentra en tránsito hacia otra cosa, que todo lucha con su yo más íntimo y forcejea con su opuesto (que también soy yo) para alumbrar otra criatura que lo desmiente y perpetúa. Esta aventura del ser, desde sus inicios en el puro vacío de la indefinición hasta sus picos más altos en el arte, la religión y la filosofía, es la que describe su sistema, el último sistema completo de filosofía de nuestra historia, tan detallado y perfecto como incapaz, al menos para el hombre del siglo XXI, de transmitir convicción.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Quien haga la prueba de buscar al filósofo en uno de esos objetos que había antes en las casas, la enciclopedia, o de teclearlo en internet, se dará cuenta en seguida de que su entrada se limita a dos o tres detalles menores de su vida y la exposición farragosa de una teoría que amenaza con la indigestión. Suele ocurrir con los filósofos: la caverna de Platón y el cogito de Descartes son tan visibles, tan rotundos, que parece que podemos prescindir de las personas de carne y hueso que los produjeron. Pero ellos están ahí, y se da la paradoja de que precisamente fueron la carne y el hueso los que les dieron el ser, de que también sus ideas, por muy alejadas de la materia que nos parezcan, están compuestas de los mismos ingredientes fugaces y enfermizos. Además de un astro indiscutible del mundo del pensamiento, Hegel fue hombre: fue hijo, fue estudiante, fue periodista, fue buen padre y mal padre, fue profesor y vecino, fue súbdito. Todas esas categorías, de un modo u otro, pueden servir para iluminar aspectos de su obra.

El libro de Jacques D'Hondt emprende la heroica tarea de devolver a Hegel la carne y el hueso. Prescindiendo de dos o tres alusiones sin mayor riesgo, prefiere dejar de lado la teoría, ya bastante conocida, para centrarse en el individuo, que lo es mucho menos. El enemigo declarado de D'Hondt es el estereotipo: el filósofo aislado de la realidad, entregado tan sólo a la aridez de su especulación sin contacto con la tierra, encerrado a cal y canto en el estudio cuya puerta el profano no está autorizado a franquear. Contra esa imagen, documentos de toda laya presentados en un tono fresco y fácilmente legible (para hablar de la academia no hay que ser forzosamente académico) nos presentan a un Hegel humano, demasiado humano: el hijo de una familia modesta que estudió en el seminario de Tubinga con una beca, que descreía de la autoridad y se entusiasmó con los jacobinos durante la Revolución Francesa, que tenía apuros económicos y dejó preñada a su casera, con la que se negó a casarse, antes de cambiar de destino y de ciudad. El punto de llegada, todos lo sabemos, es el de ese gran padre de familia luterano que encarna la quintaesencia del intelectual burgués, profundo y pesado, satisfecho de sí mismo, estirado y sapientísimo, sinónimo de la veneración y el bostezo. Pero tampoco ese cliché está fuera de peligro: porque oculta al francmasón inconformista, al amigo de exiliados y presos, al autor de libelos anónimos cuya paternidad real sólo pudo salir a la luz cuando la tierra ya se había asentado sobre muchos cementerios. La de D'Hont es una biografía excelente, ilustrada y generosa, casi diríamos que necesaria: que sirve para recordarnos que, por aéreo que se pretenda, el espíritu siempre empieza en la carne que lo contiene.

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