Vampiros | Crítica

Un heraldo de la noche

  • Se recogen aquí cuatro conocidos relatos de que abarcan una parte importante del siglo XIX, desde 'El vampiro' de Polidori al 'Carmilla' de Sheridan Le Fanu, junto a dos obras de Alekséi K. Tolstoi

Bela Lugosi caracterizado como Drácula

Bela Lugosi caracterizado como Drácula

Se reúnen aquí, en esta breve antología, cuatro relatos de vampiros, destinados, probablemente, a un público juvenil, que ahora se inicia en esta pasión adulta, hija legítima del Romanticismo. Se trata, nada menos, que del Carmilla de Sheridan Le Fanu, El vampiro y La familia del vurdalak, de Alekséi K. Tolstoi, primo del más conocido Liev, y El vampiro de Polidori, pieza inicial del género, y acaso la menos conseguida de las cuatro. Si bien se mira, nos hallamos ante una presentación inversa, por cuanto el Carmilla es el relato más tardío de todos ellos (1872), mientras que la obra de Polidori verá la luz tres años después de aquel “año sin verano” de 1816, y cuyo fruto más célebre, nacido a orillas del lago Ginebra, fue el Frankenstein de Mary Shelley.

A los viajes de Vambery y la antropología de Frazer debemos una parte no menor del Drácula de Stoker

Hay que señalar, no obstante, los precedentes dieciochescos del vampirismo: precedentes que nos llevan, por un lado, a La novia de Corinto del consejero Goethe, poema donde la Antigüedad se embarnece con esta nueva sed de sangre; y de otra parte, al Tratado de los vampiros del padre Calmet, donde se da puntual noticia tanto de los casos de vampirismo ocurridos en el oriente de Europa, cuanto de los tipos de regresados de ultratumba que desconciertan el sueño de los vivos. Asuntos ambos que revelan otras cualidades, no tan evidentes, del fenómeno vampírico, bien sea la naturaleza femenina de buena parte de ellos: el Carmilla de Le Fanu, la Olalla de Stevenson, El horla de Maupassant..., bien el carácter erudito de tales ensoñaciones: a los viajes de Vambery y la antropología de Frazer debemos una parte no menor del Drácula de Stoker.

Destaquemos, por último, una conclusión natural de cuanto llevamos dicho: el vampirismo es un hijo “monstruoso” del exotismo. Sin esa lejanía de todo orden (espacial, temporal, cultural, etcétera), el vampiro no podría haberse convertido en este Otro absoluto, heraldo de una oscuridad arcana, que perturbó el XIX burgués, el Occidente industrializado, y aún hoy habita nuestros sueños.

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