Nunca volveré a ver el mundo | Crítica

Desde mi celda

  • El periodista y escritor Ahmet Altan, encarcelado por el régimen de Erdogan en una cárcel de máxima seguridad, firma en este texto, escrito ya privado de libertad, un maravilloso alegato sobre el poder de la literatura

El periodista y escritor Ahmet Altan (Ankara, 1950).

El periodista y escritor Ahmet Altan (Ankara, 1950).

En Turquía existe un dicho jocoso que dice que si no has estado en la cárcel no puedes considerarte un escritor. Esta tradición o binomio entre literatura y rejas se remonta al gran poeta Nâzim Hikmet y al más desconocido novelista Orhan Kemal. Ambos, atraídos por el ideario comunista, sufrieron la trena en aquella Turquía que saltaba de trapecio en trapecio en plena Segunda Guerra Mundial.

Dicho esto, podemos considerar al periodista y escritor Ahmet Altan (Ankara, 1950) como el último ejemplo florido de esta tradición. A partir del fallido golpe de Estado de julio de 2016, Altan fue encarcelado por –supuestamente– instigar el golpe a través del uso de ciertas arterías mediáticas (se le acusa de romper el orden constitucional a través de mensajes subliminales). Junto a su hermano, el economista, académico y también columnista Mehmet Altan, el escritor acaba de ser condenado a cadena perpetua en régimen agravado.

Esta condena se suma a una serie de violaciones procesales, como ha denunciado Reporteros Sin Fronteras. Recordemos de paso que Turquía ocupa hoy el puesto 157 de entre los 180 que integran el listado de países en relación a la libertad de prensa. Desde 2016 se cifra un total de 319 periodistas arrestados. Más de un centenar de medios han sido clausurados. Las cifras resultan apabullantes, si bien –y sin ánimo de incordiar– habría que ser muy escrupulosos con lo que se entiende por periodista y por medio de comunicación aun en las inaceptables condiciones que hoy imperan en aquel país.

Lleno de fuerza mental, imaginativa y liberadora, el autor logra sobrevivir a la sordidez del entorno

Más allá de la cuestión turca actual, cuya secuencia política podrá aburrir o bien atraer a los interesados, este libro ha de leerse bajo otra luz sorprendente. Quiere decirse que estamos ante un canto de honestidad a la literatura, a la vocación por escribir por encima de toda amargura. Altan nos ofrece no más que un opúsculo, pero lleno de fuerza mental, imaginativa y liberadora, que logra sobrevivir a la sordidez del entorno.

Nunca volveré a ver el mundo está escrito desde la prisión de Silivri, un aparatoso centro penitenciario de alta seguridad situado a varios kilómetros de Estambul. Si ahora tenemos acceso al texto se debe al ingenio y al tesón del autor. Pese a la estricta observancia a la que está sometido, Altan consiguió regatear el veto que hoy se le impone para poder comunicarse con el exterior.

Antes de su envío a Silivri, Altan fue detenido de madrugada en su domicilio (otra especie de tradición a la turca: que la Policía llame a tu puerta en plena noche). Acto seguido conoció las mazmorras de la Dirección General de Seguridad. Se llevó consigo una muda de primeros auxilios y un libro sobre filósofos cristianos.

Con los días fue trasladado a la superprisión ya citada. Aunque Altan conocía sobradamente su oficio como escritor, entre rejas aprendió otro añadido: el oficio de estar preso. Por encima de aquella vida muerta, de aquel vacío único, el famoso autor de novelas en su país pudo imponerse al reo.

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Cuenta Altan que, entre otros hábitos carcelarios, tuvo que enfrentarse a la noción del tiempo. La rutina en la trena le llevó a distinguir lo que el tiempo tiene como ente absoluto y como película de fragmentos, inconexos pero a la vez unidos (un poco en la idea de Bergson). San Agustín, a quien Altan había leído en su primera mazmorra, dejó dicho sobre el tiempo que, si no le preguntaban por él, sabía lo que era; pero que si le preguntaban, entonces no sabía qué responder. ¿Quién le iba a decir que San Agustín lo acompañaría un día en los sótanos de una celda?

El humor también aparece más de una en vez como cura. Cuenta Altan la anécdota del sastre que en Silivri, cuando se ausenta el peluquero, suele hacer la vez de barbero. Éste le contó que había conocido a un asesino en serie. "¿Le preguntó por qué mató a varias personas?", le dice Altan. Y el sastre le hace saber la respuesta del asesino: "Así eran las cosas antes". Impagable.

El de Ahmet Altan no es el único caso actual dentro de la tradición de escribir libros en Turquía bajo prisión (recordemos los casos de Can Dundar, Güray Oz o Burhan Sönmez). A su vez, el carismático político kurdo Selahattin Demirtas, encarcelado por supuestos vínculos terroristas, se ha estrenado ahora con un primer y sorprendente libro de ficción.

Ni que decir tiene que el imaginario popular sobre las cárceles turcas nos sigue remitiendo a los excesos de El expreso de medianoche. El penoso cautiverio de Billi Hayes, condenado por posesión de drogas en 1970, la narró el susodicho en un libro escrito junto al periodista William Hoffer. De ahí pasó a la película de Alan Parker, con guión del tremendista Oliver Stone. No obstante, sin traducir al español, se halla el casi más interesante Under a Crescent Moon, del británico Daniel de Souza, detenido también por idéntico motivo en la oscura Turquía de los 70.

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