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El regreso a la nada

En cierto modo, es fácil relacionar esta novela de Rothmann con aquélla de Hasek y su buen soldado Schwejk. En ambos casos se trata de la peripecia bélica de un lugareño, cuya adscripción al régimen no va más allá de un vago y remiso patriotismo. En Rothmann, sin embargo, el humor no es una herramienta principal, como sí lo es en Hasek. Cabría preguntarse, de hecho, si en Rothmann el humor, cierta lacónica ironía, es una herramienta deliberada. Los infortunios de este joven que marcha al frente cuando la guerra ya está perdida, parecen episodios de un humor involuntario, que acaso nace de su cruce, de su inevitable contacto con lo terrible.

Más allá de este humor fatigado, marginal en apariencia, Morir en primavera posee una originalidad en absoluto secundaria. Si por un lado Rothmann consigue hablar de la guerra sin que el nazismo capitalice su relato; por el otro ofrece una visión de la guerra que es la propia de quienes la vivieron. Lo cual implica, en puridad, dos cosas: que Morir en primavera carece del menor énfasis épico/dramático (y que de dicha carencia se deduce un dramatismo aún mayor); y que lo relatado en estas páginas no es aquello que sus protagonistas recuerdan, sino aquello que sus protagonistas quisieron olvidar. Se establece así una distinción crucial, válida para cualquier conflicto del XX, que remite no sólo al modo en que los supervivientes eluden, por lo común, sus recuerdos de la guerra. Dicha distinción también remite a una obstinada labor en huecograbado: remite al silencio sobre la cual se ha construido el orden, la propia convivencia, del mundo contemporáneo.

Este silencio, arrojado sobre la generación de sus hijos, es el que quiere revelársenos, el que quiere manifestarse en esta obra de Rothmann. No ya la aciaga peripecia bélica de un joven que libró con bien de la contienda, sino el silencio del hombre posterior, que calla para que la vida, para que el futuro, de algún modo, se abra paso. Este es, acaso, el último sacrificio que les exigió su siglo.

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