Clásicos olvidados del siglo XX (X)

El último río, el barquero que espera

  • James Salter concentra en 'Arlington', un relato incluido en su libro 'La última noche' (2005), todo lo que John Ford habría necesitado para rodar una gran película

El escritor estadounidense James Salter (Nueva York, 1925-Long Island, 2015).

El escritor estadounidense James Salter (Nueva York, 1925-Long Island, 2015). / D. S.

Suele ser Arlington el cuento menos apreciado del volumen La última noche (2005), el último libro de relatos que escribió James Salter. Y en cierta forma es normal. Es un relato que trata de la vejez y la muerte –y del honor y la lealtad, dos conceptos muy desprestigiados hoy en día–, y que encima trascurre en el cementerio militar de Arlington, a las afueras de Washington. Además, parece confuso y desmañado. Pero Arlington es un relato superlativo. En mi opinión, el mejor relato de Salter. El más triste, el más hermoso. En siete páginas contiene todo lo que John Ford habría necesitado para rodar una gran película.

El argumento es muy sencillo: Newell asiste al entierro en Arlington de quien había sido su jefe y valedor en la vida militar: Westerveldt, que acaba de morir a los 58 años a causa de una leucemia. Al principio, como ocurre en los relatos de Salter, todo parece confuso. Al salir del funeral, Newell se encuentra con un antiguo conocido que se ofrece a llevarlo en su coche al cementerio de Arlington. En el coche hay otros ocupantes, aunque no sabemos quiénes son. Mientras van hacia el cementerio, empiezan a hablar con desgana de un general confederado que murió abatido por sus propios hombres por una confusión. Pero la conversación no avanza, y poco a poco notamos que los demás ocupantes del coche se niegan a hablar con Newell.

Cuando llegan a Arlington, la acción efectúa uno de los típicos quiebros salterianos y nos enteramos de los motivos de esa reticencia. Cuando era un joven teniente destinado en una base de Alemania, Newell estaba casado con una mujer checa –Jana– que era muy bella pero siempre estaba metida en líos. Jana bebía y coqueteaba con otros oficiales. Un día, Jana le pidió dinero a Newell para enviárselo a sus padres. Newell empezó a vender a escondidas radios militares robadas del economato. Fue descubierto, sometido a consejo de guerra, encarcelado durante un año y luego expulsado del ejército.

Su mujer no lo esperó. Cuando Newell salió de la cárcel, ella se había casado con otro tipo.

Poco a poco, en medio del vaivén constante con que Salter hace avanzar la acción, vamos entendiendo quiénes son los ocupantes del coche que se niegan a hablar con Newell: todos son antiguos camaradas que han tenido como jefe a Westerveldt, el militar a cuyo entierro están asistiendo ahora todos ellos. Westerveldt es la antítesis de Newell: estuvo a punto de morir luchando en Vietnam y ahora va a ser enterrado con todos los honores. Pero Westerveldt fue la única persona que dio la cara por Newell. Durante el consejo de guerra prestó testimonio a su favor, aunque no sirvió de nada. Newell sufrió la peor condena que puede vivir un militar: la expulsión del ejército por deshonor. En cambio, Westerveldt se ha ganado el entierro de un héroe. Newell, por supuesto, sabe que jamás podrá ser enterrado en Arlington.

Portada de 'La última noche', el volumen de relatos donde se encuentra 'Arlington'. Portada de 'La última noche', el volumen de relatos donde se encuentra 'Arlington'.

Portada de 'La última noche', el volumen de relatos donde se encuentra 'Arlington'. / D. S.

Llegados a este punto, el lector se pregunta por qué va Newell al cementerio de Arlington. Salter no nos lo explica, pero el buen lector se va dando cuenta poco a poco. Si Newell ha ido a Arlington, es porque a su manera sigue creyendo en el honor, aunque él lo haya perdido para siempre. "Lo hermoso vive, lo demás muere, y todo es absurdo excepto el honor, el amor y lo poco que el corazón conoce", escribió Salter en sus memorias Quemar los días (y esa frase refulge como el lema de un antiguo escudo de armas). Y eso es justamente lo que arrastra a Newell a Arlington: el honor, el amor y lo poco que el corazón conoce.

Y así entramos en la última parte del relato, el entierro de Westerveldt. "Caminaron hacia el final, atraídos por la música tenue que parecía proceder del río mismo, el último río, el barquero que espera". La muerte pasa ahora a primer plano. Newell y los demás ya no son jóvenes, y todos van caminando hacia el río donde les espera el barquero que ya se ha llevado a Westerveldt (y de pronto descubrimos por qué habían estado hablando del general que murió abatido por sus propios hombres: esa historia estaba anticipando la historia del propio Newell, que en cierta forma también fue abatido por los suyos).

Cuando entierran a Westerveldt, Newell se aparta de los demás. No se siente digno de estar con sus antiguos compañeros. Pero entonces se produce un hecho maravilloso. De repente, Newell se acuerda de Jana, la mujer que fue la causa de su ruina. Y no siente rabia ni tristeza, no, sino lealtad hacia ella, la misma lealtad que sentía por Westerveldt –el único hombre que confió en él–, y de pronto toda la historia cambia. Y entonces, mientras una corneta ejecuta el toque de silencio, Newell se da la vuelta y mira la tumba lejana de Westerveldt. Las cuatro últimas líneas del relato están entre lo mejor que he leído: "Cuando por fin todos se pusieron firmes con la mano sobre el corazón, Newell permaneció aparte, a solas, haciendo el saludo con firmeza, leal, como el estúpido que siempre había sido".

Newell está solo. Nadie lo ve, pero él hace el saludo igual que los demás. ¿Y a quién le hace el saludo? ¿A Arlington, al honor, al deber? No, en absoluto. Newell saluda –leal hasta el final– a las dos únicas personas que le han importado en su vida: Jana, por la que lo perdió todo, y Westerveldt, el único que creyó en él. Y saludándoles a ellos, se reconcilia con su vida echada a perder. Y entonces también se saluda a sí mismo, al joven teniente que arruinó su vida por culpa de una mujer que quizá no valía nada, pero a la que él amó como a nadie más en toda su vida, una vida a la que ya no le queda mucho porque allá lejos, en la curva del río, el barquero espera.

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