La violeta del Prater | Crítica

El tinglado de la farsa

  • Acantilado prosigue con la recuperación de la obra de Christopher Isherwood de la mano de una novela en la que el autor británico recreó los entresijos de la industria cinematográfica

Christopher Isherwood (1904-1986) en los años treinta.

Christopher Isherwood (1904-1986) en los años treinta.

En dos novelas de los años treinta, El señor Norris cambia de tren y sobre todo Adiós a Berlín, Christopher Isherwood había retratado la descomposición de la República de Weimar ante el ascenso de los nazis, que pudo ver sobre el terreno antes de abandonar Alemania tras la llegada al poder de Hitler. Doce años después, en 1945, cuando el Reich que se preveía milenario era una montaña de escombros, el británico retomó el relato de la misma época ampliándolo al periodo inmediatamente posterior de su regreso a Londres, donde el narrador de La violeta del Prater –él mismo, con su propio nombre– se hace eco de la crisis austriaca que culmina en el Levantamiento de febrero del 34 y la eliminación de la oposición socialista al gobierno autoritario y filofascista de Dollfuss. Tal es el contexto histórico de una novela en la que Isherwood, que conocía bien la industria, recreó con fidelidad e intención satírica las interioridades de los rodajes y la fauna humana de los grandes estudios cinematográficos.

Isherwood reflexiona sobre la errancia, los amores fugaces, la soledad y el miedo

Recién llegado de Berlín, Isherwood es sorpresivamente contratado como guionista al servicio de Friedrich Bergmann, realizador judío exiliado de Austria, al que Bulldog Imperial Pictures ha encargado la dirección de un inverosímil melodrama romántico –"despreciable farsa embustera", dice el propio director, en un momento de cólera– cuya banalidad se hace tanto más patente por contraste con la convulsa actualidad política. Las extravagancias del cineasta, un artista excesivo e histriónico, pero genial, con el que su subordinado forma insospechado tándem, desafían un entramado por el que desfilan, como en el teatro isabelino, "el poder absoluto del tirano, los cortesanos, los aduladores, los bufones, los intrigantes astutamente ambiciosos". Vinculado a Bergmann en una relación de corte paternofilial, Isherwood conoce la "mugre terrible oculta tras los decorados", pero también experimenta el privilegio de asistir al "puro acto de creación" que supone el alumbramiento de una película. En el monólogo final, la parte más íntima y autobiográfica, el abrumado narrador reflexiona sobre la errancia, los amores fugaces, la soledad y el miedo, presa de una angustia que refleja también la del siglo.

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