La pelota de papel

Un agujero negro que todo lo traga

  • La inmensidad de lo que es Messi se plasmó en los dos partidos en uno que se vieron en Sevilla

  • Cuando entró el crack argentino, la candidez sevillista degeneró en una psicosis letal

Un agujero negro que todo lo traga Un agujero negro que todo lo traga

Un agujero negro que todo lo traga

"El Sevilla el ganó al Barcelona sin Messi dos a cero, y el Barcelona con Messi le ganó al Sevilla dos a cero también. Y al final, empate a dos". Así resumió Diego Pablo Simeone el enorme peso específico que tiene Lionel Messi en el líder y probable campeón de Liga. El Sevilla, un equipo talentoso e intenso en su casa -punzante y malintencionado, menos- desbordó una y otra vez el sistema defensivo de Ernesto Valverde, tan eficaz durante todo el curso. Umtiti parecía tener los ojos en la propuesta de renovación del Barça, más que en el balón que merodeaba su zona una y otra vez, ora con Jesús Navas, ora con el Mudo Vázquez.

El elogiado, y con toda la razón, repliegue barcelonista -cuando no surte efecto su efectiva presión arriba para recuperar la pelota en zona de peligro-, hizo aguas ante el triángulo que conforman N'Zonzi, Banega y Franco Vázquez, sin duda lo mejor que atesora este Sevilla de Montella. Ocurre que ese triángulo propone, y la cándida finalización sevillista dispone. Un equipo que recibe al Bayern Múnich en los cuartos de final de la Liga de Campeones, como hoy harán los sevillistas, no puede dejar vivo al Barça del pasado sábado. Un Barça sin Sergio Busquets y con un mullidísimo colchón de 11 puntos -más el average- sobre su perseguidor, el Atlético de Madrid. Un Barça, además, con cierta loba romana asomando en el horizonte.

El partido del pasado sábado en Nervión reflejó en toda su crudeza el lastre que ha descolgado tan pronto al Sevilla de su teórico pulso con el Valencia por volver a jugar la Liga de Campeones: su falta de gol, su inocencia en la finalización de las jugadas. Precisamente al cotejar sus números con los del bloque de Marcelino García Toral canta la gallina: el Sevilla remata más que el Valencia, 376 por 368, pero lo hace con menos tino, 139 tiros entre los tres palos por 150, y sobre todo convierte menos sus ocasiones, 39 goles por 58.

No cabe jugada más paradigmática de ese mal endémico que la de Jesús Navas encarando a Ter Stegen para darse la vuelta con la pelota en lugar de tratar de regatearlo o, al menos, buscar un ángulo para el chut a portería. Fue el culmen a esa ensalada de tiros flojos, mordidos. O de malas elecciones: centros en jugadas que pedían rematar o remates en jugadas que pedían un centro a un compañero mejor situado. Se desgranaban las ocasiones marradas cuando Messi se levantó del banquillo y empezó a calentar. Ahí empezó el murmullo de la grada, siempre muy expresiva en Sevilla. Un murmullo que cristalizó en miedo físico cuando el temido dorsal 10 saltó a la hierba por Dembele en el minuto 58.

Es como si la inmensidad de la figura de Messi generase un agujero negro que engulle toda esperanza del enemigo, al tiempo que atrae jugadores del equipo contrario y genera espacios para sus compañeros. La suerte parecía echada por mucho que el Sevilla ganara 2-0 en el minuto 87. Por mucho que el lanzamiento del argentino para el empate a dos final no fuera, ni mucho menos, imparable. Sonaba a golpe de gracia para el que tanto había perdonado. Y punto. Tenía que ser gol. Si en lugar de Messi lo hubiera ejecutado Denis Suárez, igual Sergio Rico hubiera sacado la mano convencido de ser el salvador. O no.

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