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El día de los suplentes

LA Roja tiene hoy una tarde tranquila, por una vez el tercer partido no se afronta entre la espada y la pared, con el miedo al adiós prematuro, con la calma que da el trabajo bien hecho, el temprano éxito. El Sabio para celebrarlo va a dar minutos al once de recambio y algunos piensan que no debería alegando que se corta el ritmo de los titulares. Luis Aragonés se palpa entonces la barbilla y se sonríe con razón.

Una competición que acumula partidos en escasos días requiere airear los pulmones de los titulares. Los minutos se acumulan en las piernas, todo descanso vale oro y tampoco se ha jugado con la cadencia deseada, ninguna maquinaria engrasada va a resentirse. Tiempo de pausa. Luis se despedirá del viejo Rehhagel, su sosias alemán, que hace cuatro años le empató un partido con sabor a derrota. Los griegos se despiden de su título amado y se vuelven a la Hélade decepcionados.

Los suplentes tienen una gran oportunidad y eso, en un torneo tan apretado, es único. Cesc debe demostrar que es Fábregas, con toda su alma de líder; las torres defensivas deben dar un puñetazo en la mesa; Xabi Alonso y De la Red enseñar que son tan totales como parecen; y Güiza, curtido en las áreas, está ante la oportunidad de que Europa se quede con su cara de Pichichi.

Y Luis Aragonés, por su parte, ya ve su grande prometido que le espera en los cuartos. Nuestra querida y odiada Italia, renacida y clasificada ante Francia. La desgracia de Scarface Ribery enfrió los ánimos galos que terminaron de helarse con el enésimo penalti cometido por el transfigurado Abidal. Las diagonales de Benzema, escapado del ostracismo suicida al que le sometió su técnico, fueron la única inquietud para el larguísimo Buffon. El bloque italiano asoma en el camino de España, pero sin la bella ni la bestia, sin Pirlo ni Gattuso, pero con sus armas de siempre.

Domenech, derrotado

Y Gennaro se vengó de Domenech. El galo es una persona altiva, que no encaja la derrota y no reconoce errores. Su carácter arrogante le llevó a no asumir la derrota en el pasado Mundial de Alemania contra una Italia que le obsesiona. Desde entonces, ha acusado al transalpino de teatrero y al Calcio de corrupto. Su altivez le hizo olvidar al mejor Giuly porque había osado a mandar un SMS a Estelle Dennis, presentadora televisiva con la que aún tiene un romance. Y Raymond, para desesperación de los Vieira, Henry o Makelele, es el único que no ha perdonado a Trezeguet su fallo en la tanda de penaltis del Mundial teutón.

El Carnicero, como se le conocía cuando era central, ha malgastado a un grupo de jugadores sólido y cargado de calidad, que aúna veteranía y juventud. Su conservadurismo obtuso le llevó a tirar de la vieja guardia para afrontar la competición, muriendo de lentitud contra la inoperante Rumanía. Defenestró a su mejor hombre, Benzema, en el partido holandés para estupor del Hexágono, mientras mantuvo a una fosilizada defensa. Ayer no podía dejar de culpar al árbitro de toda su desgracia. Pero la desgracia es para Francia.

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