El diario de Próspero | Teatro

El (largo) invierno de nuestro descontento

  • El anuncio del cierre del Pavón Teatro Kamikaze culmina un año marcado por el desastre que quedará para la historia, también, por la adopción de protocolos sanitarios y el éxito del ‘streaming’

Una función en el Teatro Echegaray de Málaga, con mascarillas, distancias de seguridad y reducción del aforo.

Una función en el Teatro Echegaray de Málaga, con mascarillas, distancias de seguridad y reducción del aforo. / Javier Albiñana

En un ensayo ya histórico, se refería Alfonso Sastre al público del teatro español como a un cadáver: alguien que se sienta en su butaca, asiste impávido a lo que sucede en el escenario y que al terminar la función arranca a aplaudir sea lo que sea que haya visto, en una reacción mecánica propia de un resorte pulsado. Nada que ver, apuntaba Sastre, con aquel público dinámico y despierto que antaño respondía con suspiros, imprecaciones, risas, pataleos y abucheos a las interpretaciones y giros argumentales. Recién acabado el 2020, casi da vértigo comprobar hasta qué punto este diagnóstico fatal adquiere rango de profecía: embutido en sus mascarillas, disperso entre butacas frías a cuenta de la drástica reducción de aforos y citado a menudo a horas más propias de la siesta, al espectador ni siquiera le queda la posibilidad de expresar con un gesto sus impresiones durante la representación. Así, prácticamente cualquier función que se celebre hoy día se parece sin remedio a una obra de La Zaranda. Y, precisamente, como en una obra de La Zaranda, lo que practican esos espectadores moribundos es un ejercicio de resistencia. De seguir ahí, a pesar de todo. Este año será recordado sin remedio como el del desastre sin paliativos para las artes escénicas, el que vino a dar la puntilla de la aniquilación emprendida en 2008. Aunque las causas puedan ser distintas, las consecuencias son similares: en esencia, la destrucción de una parte más que notable del tejido asociado al sector. Pero convendría recordarlo desde ya, también, como el del año de la resistencia. El año en que, a pesar de todo, hubo teatro: con restricciones, con limitaciones, con obstáculos, con pérdidas irreparables y con la mayor incomodidad para todos los implicados, pero el teatro siguió sucediendo con una capacidad de adaptación que en otros ámbitos se ha echado de menos, seguramente porque en la escena la resistencia es norma habitual desde Esquilo. También ha sido 2020 el año en que ir al teatro se convirtió en una experiencia distinta, merced a los protocolos de seguridad incorporados y los escrúpulos asumidos. Escrúpulos que, está claro, han venido para quedarse con vacuna o sin ella.

‘Jauría’, producción de Kamikaze dirigida por Miguel del Arco. ‘Jauría’, producción de Kamikaze dirigida por Miguel del Arco.

‘Jauría’, producción de Kamikaze dirigida por Miguel del Arco. / Vanessa Rábade

Este año mecido así entre el desastre y la resistencia culmina con el anuncio del cierre del madrileño Pavón Teatro Kamikaze como muestra representativa de todo lo expuesto hasta ahora. El equipo de Miguel del Arco acudía al recurso shakespeareano del “invierno de nuestro descontento” para referirse a la pandemia como factor decisivo respecto a la clausura, que se hará efectiva en enero, si bien la espada de Damocles ha sido una constante en el lustro que ha durado el proyecto. Por más que parezca razonable contar con que sus responsables encontrarán pronto otras mantas que liarse a la cabeza, basta hacer un rápido balance a la aportación de Kamikaze a la escena española en los últimos años, no sólo en lo relativo a la producción de espectáculos (Jauría, por cierto, sigue su gira con fechas comprometidas hasta marzo y llegará el 17 de enero al Teatro Cervantes de Málaga), sino, más aún, en las tareas relativas a investigación, hibridación, experimentación, pedagogía y al establecimiento de nuevos modos de participación dispuestos al público, para lamentar que el anuncio de su cierre no contara con una respuesta política a la altura: aunque el Pavón sea un centro de titularidad privada, su servicio, reconocido ya también como esencial, es abiertamente público. En el fondo, ya se sabe, no pasa nada: otras instituciones de igual o mayor calibre cerraron en el pasado y volverán a hacerlo en el futuro. Al contrario que en otros países europeos, cuesta la misma vida proyectar en España la imagen del teatro como un bien patrimonial y merecedor, por tanto, de protección. Si la crisis de 2008 no bastó para dejarlo claro, tampoco la de 2020 lo hará.

Si 2020 ha sido el año del desastre y la resistencia, 2021 tendrá que ser el año del público

Pero también será recordado 2020 por el éxito de las emisiones en streaming tanto de funciones al uso como de propuestas dramáticas pensadas directamente para la experiencia virtual, una opción que resultó decisiva cuando, el pasado marzo, el confinamiento decretado por el Estado de Alarma obligó al cierre de todos los teatros. Instituciones como el Teatro de la Abadía fueron por delante en la programación de espectáculos virtuales que contribuyeron a aportar oxígeno in extremis a compañías y artistas. En gran medida porque la virtualidad ya venía siendo una herramienta ampliamente explorada en las artes escénicas, cabe contar con que, al igual que los protocolos sanitarios, estos recursos han venido para quedarse. Pero habrá que tener en cuenta que, si 2020 ha sido el año de la resistencia, 2021 tendrá que ser el año del público. El de verdad, el presente. Sólo desde ahí tendrá sentido empezar de nuevo.

Tags

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios