El diario de Próspero

Vida de provincias para un teatro centralizado

  • La deriva política tiene siempre una traducción directa en la cultura, de manera que en lo que a las artes escénicas se refiere ya sólo queda aceptar que, efectivamente, todo sucede en Madrid

Un espectáculo callejero en el FIT de Cádiz, antes de la pandemia.

Un espectáculo callejero en el FIT de Cádiz, antes de la pandemia. / Julio González

Leo las declaraciones de Isabel Díaz Ayuso en las que la presidenta de la Comunidad de Madrid ensalza la “vida a la madrileña”, mientras se lamenta de que no todo el mundo pueda compartir semejante privilegio, y no tengo más remedio que darle la razón. Ya no sólo por la costumbre, al parecer muy extendida entre los madrileños, de tomar una cerveza después de la jornada laboral, sino porque en el fondo todos sabemos que lo importante, lo que de verdad cuenta, sucede en Madrid y nada más que en Madrid. La campaña electoral aún en marcha ha vuelto a demostrar que los viejos sueños de descentralización se han quedado justamente en eso, en quimeras de antaño. Si hablamos de economía y acumulación de poder político no hay mucho que repartir más allá de Madrid y Barcelona, y esto tiene una traducción inmediata en la cultura, donde tal vez el desequilibrio es más acusado desde la Transición. Especialmente en lo que se refiere a las artes escénicas: si la pléyade de museos abiertos en las dos últimas décadas en distintos puntos de la Península ha respondido a los intereses especulativos y urbanísticos que han nutrido la actividad política en el mismo periodo, con su parte de responsabilidad en la crisis de 2008, al fin y al cabo las artes escénicas, salvo que decidas sacar adelante una temporada de ópera a lo grande, no precisan equipamientos tan distinguidos. El resultado de todo esto es una centralización que no sólo no remite sino que parece acrecentarse con los acontecimientos: se da por hecho que en cualquier información nacional sobre danza y teatro se va a hablar sobre lo que pasa en Madrid y, si acaso, de manera extraordinaria, sobre algún evento a celebrar en Barcelona. En el resto, si a la información de medios, suplementos culturales e incluso buena parte de las revistas especializadas en el ámbito nacional nos atenemos, no sucede prácticamente nada. Nada. Hace ya mucho que se aceptó sin más que se hable del estreno de un espectáculo cuando el mismo hace plaza en Madrid, por más que con anterioridad haya llevado un año de gira. Y cabe preguntarse si este centralismo acérrimo es tan fiel a la verdad: es decir, si la oferta teatral que se da hoy día en España se concentra porcentualmente en Madrid de manera tan absoluta.

‘Teahouse’, espectáculo de Meng Jinghui estrenado en Aviñón en 2019. ‘Teahouse’, espectáculo de Meng Jinghui estrenado en Aviñón en 2019.

‘Teahouse’, espectáculo de Meng Jinghui estrenado en Aviñón en 2019. / Christophe Raynaud

Hago estas reflexiones (maldita sea) después de leer unas declaraciones de Olivier Py, director del Festival de Aviñón, cuya organización ya anunció la celebración de la nueva edición del certamen, a modo de regreso feliz tras el forzado paréntesis el año pasado, del 5 al 25 de julio. En su momento, ya en plena posguerra, recuerda su director, el Festival de Aviñón contribuyó a descentralizar un mapa teatral francés que hasta entonces había estado limitado casi en exclusiva a lo que sucedía en París. Esta apertura se tradujo, más allá de la cita anual en Aviñón, en nuevas escuelas, nuevas salas y, por tanto, nuevas compañías y nuevas formas de hacer y entender el teatro. Y pensaba en que, con permiso de los muchos festivales de teatro contemporáneo que se celebran cada año en España, hay algo sintomático en el hecho de que los principales certámenes veraniegos que se celebran aquí estén dedicados al legado clásico con un repertorio (y un formato) cada vez más turístico, más previsible y menos atrevido. Justamente, lo que buena parte del teatro europeo nos enseña es que existen dos posibles mecanismos para la descentralización: la creación y promoción de festivales diversos, con propuestas distintas y orientados a públicos amplios, capaces de satisfacer sensibilidades diferentes; o el reconocimiento de tradiciones escénicas concretas fuera del campo de atracción de la centralización, con la consiguiente proyección, dotación, articulación y promoción de la mano de artistas, creadores, distribuidores y programadores en un frente común capaz de hacer atractivo el teatro propio frente a las fórmulas homogéneas (el modelo vasco es elocuente al respecto).

Y resulta cuanto menos doloroso que, tanto tiempo transcurrido desde la Transición, Andalucía, con una tradición teatral bien definida y con soluciones de sobra para organizar el que podría ser uno de los festivales de teatro más deseados de Europa, siga acomodada en esta tercera o cuarta fila pendiente de comprobar cuál es el siguiente éxito imitado a mansalva en Madrid. Tal dolor apela no sólo al sector, sino a las instituciones públicas: un festival como Anfitrión no es precisamente lo que Andalucía necesita. Si es que acaso se quiere evitar la irrelevancia.

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