Gumersindo Ruiz

‘Capital e ideología’ (II)

LA obra de Thomas Piketty se sitúa en el contexto de los movimientos populistas, que aprovechan la falta de expectativas por parte de colectivos sociales, y la sensación extendida de que sólo se participa marginalmente de la generación de riqueza y renta. Esta conciencia se da incluso en países que están en primera fila en cuanto a condiciones económicas. La radicalización ante las elecciones en Estados Unidos –Warren, Sanders– o en Gran Bretaña –Corbin– es mayor que la de la coalición entre PSOE y UP; y los movimientos de protesta social en Francia superan a los de cualquier país de la Unión Europea; incluso los liberales ingleses presentan propuestas fiscales más radicales que las de algunos partidos de izquierda.

La obra de Piketty  va más allá  de la influyente obra de Branko Milanovic, Desigualdad global, que tres años más tarde desarrolla en su nuevo libro Capitalismo, solo, la tesis de que el único sistema que existe en la práctica es el capitalismo, una vez que en China el 80% de la producción es privada; la competencia –dice–  es política, y se comparten ideas de propiedad privada y mérito individual como validación de las desigualdades. En efecto, en Piketty encontramos datos de reparto de salud, educación, y poder de compra, que se remonta hasta 1.700, y su efecto en los “méritos”. Pero es sobre todo influyente su concepto de “propietarismo”, o amurallamiento de la propiedad individual frente a cualquier intento de reformas que no sea una decisión por parte de los propietarios, ya sea filantropía o  responsabilidad social de la propiedad, sin interferencias que cuestionen sus derechos. En torno a Piketty han surgido obras como La trampa meritocrática de Daniel Markowits;  y Los ganadores se lo llevan todo: la farsa de la élite cambiando el mundo, la obra de Anand Giridharadas, que caricaturiza estas actitudes en las provocativas palabras de Óscar Wilde: “Igual que los peores propietarios de esclavos son los más amables, pues suavizan el horror del sistema, en el estado actual de la cuestión en Inglaterra la gente que más daño hace es la que trata de hacer el bien”.

Hoy no puede despreciarse  un cambio desde dentro, lo que se analiza en libros como el de Stiglitz: Gente, poder, y beneficios; de Chris Hughes, cofundador de Facebook, Pensando sobre la desigualdad y cómo ganamos el dinero; o el de Enmmanuel Saez y Gabriel Zucam: El triunfo de la injusticia,  enfocados hacia las paradojas y contrastes de la sociedad norteamericana, donde la extrema riqueza coexiste con la extrema miseria social, en salud por ejemplo. Piketty desarrolla su idea de “la invención de la meritocracia y el neopropietarismo”, como ideología exacerbada del mérito, que glorifica a los que ganan y estigmatiza a los que pierden, por falta de virtud, diligencia y mérito. Acepta, desde luego, el mérito y la lógica de la desigualdad,  pero entiende que tiene unos límites que deben ser discutidos en cada sociedad. El éxito no se da en el vacío, y es en parte mérito de los inventos de otros, de la tecnología pública disponible, las infraestructuras que todos pagan, y el duro trabajo de muchos, que no ven sino una pequeñísima fracción del cambio productivo. Óscar Wilde, una vez más, con su capa de frivolidad y acidez, en su Salomé, puso en boca de Jokanaán,  frente a la arrogancia de Herodes Antipas, la necesidad absoluta de los otros: “¿Pues cómo –le dice el profeta– reinarías tú en un  desierto?”, ya que nada tiene sentido si no es un contexto complejo de sociedad humana.

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