Tribuna Económica

Carmen Pérez

Teatro financiero

Una de las propuestas contenidas en el acuerdo de Presupuestos Generales del Estado de 2019, pactado entre el Gobierno y Unidos Podemos, es la de gravar determinadas transacciones financieras. Se podría esperar de esta coalición que liderara iniciativas, aquí y en Europa, para reformar en profundidad el sistema financiero, que está tan lleno de privilegios. Pero no, lo que proponen es aplicarle un Impuesto a las Transacciones Financieras (ITF), con la que sólo se conseguirá recaudar una cantidad, que no será muy alta por las características del impuesto y que, además, terminará pagando el inversor medio. Por su parte, el mundo financiero protesta, pero en el fondo tiene que estar encantado con lo que podía haber sido y, sin embargo, en lo que ha quedado este impuesto.

Este impuesto, y más duro, ya se trató de poner en marcha desde Europa en 2011. Desde entonces, una serie de países, como el Reino Unido, se opusieron a seguir para adelante; otros decidieron continuar unidos con el proyecto. Pero finalmente cada uno ha dispuesto a su antojo, y en todos los casos de manera mucho más débil que la versión original propuesta. Y, dicho sea de paso, no debe estar muy orgullosa la Comisión Europea con esta fragmentación, cuando no deja de afirmar lo mucho que se está trabajando para alcanzar una Unión de Mercados de Capitales auténtica.

El ITF español, en línea con los otros países europeos, afectará exclusivamente a lo más básico: las compras de acciones. Y no a todas. Sólo a las acciones de empresas cotizadas y que tengan una capitalización bursátil superior a 1.000 millones de euros. En total, unas 65 empresas, incluyendo todas las del Íbex 35. Queda fuera del impuesto, por tanto, la renta fija pública y privada. Tampoco alcanza a las operaciones con derivados, y seguramente estarán exentas las operaciones intradiarias: todas las más profesionales y especulativas, y por las que se podría recaudar más dinero.

Tomando como referencia lo que sucede en Francia, y contando con la estructura de nuestro mercado y con las características específicas con las que se ha diseñado el impuesto español, con un tipo del 0,2%, se estima que la recaudación no superará los 700 millones de euros. Eso en el mejor de los casos, porque puede provocar la disminución de la negociación, perjudicando así la profundidad y liquidez del mercado. O que, con la libertad que tienen los capitales para circular por este mundo tan globalizado, empresas e inversores emigren hacia otras plazas financieras.

Así, este impuesto es puro teatro. El Gobierno y Unidos Podemos lo utilizan de escaparate electoral, como si fuera un freno a la especulación financiera, como una batalla ganada a las perversas instituciones financieras, cuando no viene a mejorar en absoluto la esencia del sistema financiero. También ocultan a la población que la recaudación terminará saliendo de sus bolsillos, directamente o a costa de la rentabilidad de sus fondos de inversión o planes de pensiones. Por su parte, las instituciones financieras se quejan como si les fuera a dañar gravemente, sabiendo que tienen bien controlada la situación en Europa y en todos los países que han implantado el impuesto.

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